Alguien decide seleccionar un conjunto de monumentos construidos por el hombre en un tiempo remoto o reciente, o un accidente geográfico particular y cautivador, o una tradición única y milenaria, escribirlo, promocionarlo, explotarlo comercialmente y acabar sacando un beneficio personal que al fin y al cabo ejerce un parecido a la contaminación. Modificando aquello que alguna vez fue único para siempre.
El significado de andar se asemeja más a pasear si uno lo hace en los desiertos caminos de la tarde. Y uno se siente poderoso a esa hora de la tarde, donde nadie silva más que el viento, canta más que los pájaros, pinta más que las nubes, y llora más que los riachuelos.
Un riachuelo cruzaba el bosque de eucaliptos, algunos ph más ácidos que el agua anciana. Alguien, quizás el tiempo, los locales, los peregrinos o una divinidad habían colocado una pasarela hecha de pizarras. Somos lo que nos dejaron.
Esa tarde me tumbe sobre las pizarras, calentada por los pasos de los últimos mil años (o quizás dos mil), a esperar las meigas. Cerrar los ojos para focalizar el agua bajo de mi se convertía en una experiencia nueva. Abrirlos y contar las hojas de cada árbol me llevo al perfecto control de la respiración y a un flujo imparable de ideas y recuerdos. Allí descubrí lo que soy y lo que quiero hacer en esta vida.
Y quizás porque este riachuelo ocupa una línea en cualquier guía de viajes y este puente no es más que una pasarela para la gran mayoría de peregrinos. Y quizás porque ni siquiera yo voy a contaros donde se encuentra, va a seguir siendo un lugar bello y revelador para todo aquel que haya aprendido a escuchar. Y en fin, un buen recuerdo enlatado para cuando se necesite.
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