Hay frases que pueden llegar la doler sin sospechas ni intención por parte
de quien la promueve. Y para ejemplirzarlo aquí les relato una historia sencilla.
Trataba con un conocido mío oriundo de Granada sobre el amor que procesamos hacía su ciudad tanto en el aspecto tangible como en lo intocable. Un amor bígamo entre la ciudad donde duermo y la amante en la que sueño. Algo que comparto con Ata, un gran vagabundo que conocí y que pudo describirlo mucho mejor.
La admiración sobrevolaba mis experiencias y las de mi compañero hasta que todo aterrizando sobre el pentagrama coronó con "en Granada he llegado a ver un cuarteto de cuerda tocando porque si". Ese maravilloso sacrificio del artista para acercar al mortal la llama de Prometeo me atrajo de una forma sorprendente. Y su historia era una historia posible, tan corta y compleja como el "cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí". Pero que por ahora, aun no había vivido en mi Barcelona uterina algo parecido.
Como debería sentir la magnética atracción hacia el lugar donde se pare una pieza menor de Vivaldi, siempre alejado del espacio y el tiempo donde los turistas menos viajeros se trasladan entre las ciudades más populares de Europa, y sobretodo percibir el regalo en que unos hipotéticos alumnos del cercano conservatorio del Liceo decididos a practicar fuera de alguna sala insonorizada, sin pedir limosna por el don que recibieron y por la dedicación empleada, quizás en Sant Felip Neri o en la puerta romana que da al mar.
Quizás serían dos becarios, más la hija de un sacrificado quiosquero quien madrugaba para algún día recorrer las óperas más prestigiosas del mundo junto a ella. El cuarto, el que calzaría unos zapatos Munich sería el hijo comunista de un pequeño burgués locamente enamorado de la hija del quiosquero en un estadio de su vida lejano al predectible cruce de linajes al que el padre del varón tendría en mente desde que comprobara, muy aliviado, que el informe que le presentaron las meretrices del regalo de sus 18 años confirmaban sin duda que él no era homosexual, un fantasma que rondaba la cabeza del padre desde la época que discutían casi a diario para que se dedicara a algo más varonil que a la música.
Complacido el vientre decidí escalar 5 estadios de la pirámide de Maslow antes del atardecer y penetré el Barri Gòtic por la calle de la Princesa, recorriendo, desde la Plaza de la Puntual la Calle Assaonadors. El objetivo era conseguir una experiencia, escucharla o inventarla, que pudiese superar a la de mi compañero, con la única pesquisa que debía ser sencilla, posible y localizada entre el Paseo Picasso y el Paral·lel.
Me paseé entre las arcanas pinturas de una calle porticada en cuyas columnas unas letras góticas y traídas desde La Sombra del Viento dictaban "Prohibido fijar carteles". Cinco minutos después me encontraba picando el timbre de una tienda con el mismo nombre, un presagio de que algo debía de suceder.
Un hombre entrañable me atendió, posiblemente predijo que no era capaz de pagar los 600 a 1500 euros que valía el cartel del POUM per el que me interesé. Aun así se levantó de una forma más juvenial que la por la edad le tocaba y con palabras de doctor me mostró las distintas facciones de los vencidos mientras que de vez en cuando un joven caudillo asomaba y amargaba la conversación "Cuantos vende estos?"... "Pues desde hace 5 años ninguno, se han muerto todos los que me los compraban". Quizás debía abrir una sucursal cerca de Zorrilla o el Barrio Salamanca.
Restauraba, un auténtica artesanía de donde desconozco donde se puede aprender. Y quizás el arte de descubrir cuando una adquisición podría tratarse de un bulo. En si, era maravilloso y de nuevo el rostro de alguien que adora su trabajo artesanal era mágico, pero seguro que en Granada huviera tropezado con un restaurador de carteles de corridas de toros o vino fino. Así que por ahora no cumplí mi objetivo.
Sorteé las calles del centro preguntando que frecuencia de ultrasonidos podría entrar en resonancia con la cabeza hueca de los turistas desmotivados y les provocara un dolor en el duodeno que los enviara de vuelta a Milán, previo desembolse involuntario de su presupuesto a los lugartenientes del turismo.
¿Cuantos de estos turistas conocían neutra historia como para sentirla como yo siento incluso la suya? Cuantos de ellos entraban en tiendas cargadas de valor aunque fuese por tomarlas como museos gratuitos. Mucho más gratuitos que el Museo del Mamut. Cuantos sabían que era el POUM y de los vencidos por los vencidos.
Compré una Coca-Cola "hoye tú! Que yo soy de aquí" y vi como el precio turista/ciudadano empieza a separarse cual país tercermundista. Y empecé a indagar en mi memoria mi última relación con un cuarteto de cuerda.
Se trataba de una tarde de primavera del 2012, en un concierto dentro de "Música als parcs" en un parque de una zona obrera por encima de la Ronda de Dalt. Poco me acuerdo fuera de lo que fue sorprendente. Cuatro músicos vestidos de negro. Un plástico los separaba de la terrenal arena y varios focos alumbrando. Familias escuchaban nosequé movimiento de no se que compositor ruso cuando de entre los arbustos y perseguidos por una decena de gitanos apareció un animal mucho más grande que un perro. Su nariz chata certificaba que se trataba de un jabalí, el primero que veía en mi vida en plena libertad, un inofensivo jabalí de los que los cazadores justifican sus licencias para batirlos como servicio al bien común.
No envistió a los músicos, solo su atmósfera. Después de correr se paró a unos tres metros detrás de ellos y en ese punto ningún espectador, y eso debía incluir sus familiares, prestó ninguna atención a la música. Sin estudios para reaccionar frente tal situación tuvieron que relajar sus músculos faciales sin ser consientes de que había hecho perder la atención por lo que tanto tiempo les costó conseguir.
El hecho de esta historia no es reivindicar la supremacía de mi ciudad como capital del surrealismo. Sino que el hecho de amar de una forma irracional la ciudad en la que me ha tocado vivir y me ha llegado tan alma que me ha permitido desarrollar el instinto de sorprenderme incluso mucho tiempo después de implosionar la primera primavera de mi pubertad. Barcelona ve ha brindado la posibilidad de poder vivir una historia diferente en todos los planos de la realidad y lo metafísico, no se si se trata de un derecho o de un privilegio.
Trataba con un conocido mío oriundo de Granada sobre el amor que procesamos hacía su ciudad tanto en el aspecto tangible como en lo intocable. Un amor bígamo entre la ciudad donde duermo y la amante en la que sueño. Algo que comparto con Ata, un gran vagabundo que conocí y que pudo describirlo mucho mejor.
La admiración sobrevolaba mis experiencias y las de mi compañero hasta que todo aterrizando sobre el pentagrama coronó con "en Granada he llegado a ver un cuarteto de cuerda tocando porque si". Ese maravilloso sacrificio del artista para acercar al mortal la llama de Prometeo me atrajo de una forma sorprendente. Y su historia era una historia posible, tan corta y compleja como el "cuando despertó, el dinosaurio todavía seguía allí". Pero que por ahora, aun no había vivido en mi Barcelona uterina algo parecido.
Como debería sentir la magnética atracción hacia el lugar donde se pare una pieza menor de Vivaldi, siempre alejado del espacio y el tiempo donde los turistas menos viajeros se trasladan entre las ciudades más populares de Europa, y sobretodo percibir el regalo en que unos hipotéticos alumnos del cercano conservatorio del Liceo decididos a practicar fuera de alguna sala insonorizada, sin pedir limosna por el don que recibieron y por la dedicación empleada, quizás en Sant Felip Neri o en la puerta romana que da al mar.
Quizás serían dos becarios, más la hija de un sacrificado quiosquero quien madrugaba para algún día recorrer las óperas más prestigiosas del mundo junto a ella. El cuarto, el que calzaría unos zapatos Munich sería el hijo comunista de un pequeño burgués locamente enamorado de la hija del quiosquero en un estadio de su vida lejano al predectible cruce de linajes al que el padre del varón tendría en mente desde que comprobara, muy aliviado, que el informe que le presentaron las meretrices del regalo de sus 18 años confirmaban sin duda que él no era homosexual, un fantasma que rondaba la cabeza del padre desde la época que discutían casi a diario para que se dedicara a algo más varonil que a la música.
Complacido el vientre decidí escalar 5 estadios de la pirámide de Maslow antes del atardecer y penetré el Barri Gòtic por la calle de la Princesa, recorriendo, desde la Plaza de la Puntual la Calle Assaonadors. El objetivo era conseguir una experiencia, escucharla o inventarla, que pudiese superar a la de mi compañero, con la única pesquisa que debía ser sencilla, posible y localizada entre el Paseo Picasso y el Paral·lel.
Me paseé entre las arcanas pinturas de una calle porticada en cuyas columnas unas letras góticas y traídas desde La Sombra del Viento dictaban "Prohibido fijar carteles". Cinco minutos después me encontraba picando el timbre de una tienda con el mismo nombre, un presagio de que algo debía de suceder.
Un hombre entrañable me atendió, posiblemente predijo que no era capaz de pagar los 600 a 1500 euros que valía el cartel del POUM per el que me interesé. Aun así se levantó de una forma más juvenial que la por la edad le tocaba y con palabras de doctor me mostró las distintas facciones de los vencidos mientras que de vez en cuando un joven caudillo asomaba y amargaba la conversación "Cuantos vende estos?"... "Pues desde hace 5 años ninguno, se han muerto todos los que me los compraban". Quizás debía abrir una sucursal cerca de Zorrilla o el Barrio Salamanca.
Restauraba, un auténtica artesanía de donde desconozco donde se puede aprender. Y quizás el arte de descubrir cuando una adquisición podría tratarse de un bulo. En si, era maravilloso y de nuevo el rostro de alguien que adora su trabajo artesanal era mágico, pero seguro que en Granada huviera tropezado con un restaurador de carteles de corridas de toros o vino fino. Así que por ahora no cumplí mi objetivo.
Sorteé las calles del centro preguntando que frecuencia de ultrasonidos podría entrar en resonancia con la cabeza hueca de los turistas desmotivados y les provocara un dolor en el duodeno que los enviara de vuelta a Milán, previo desembolse involuntario de su presupuesto a los lugartenientes del turismo.
¿Cuantos de estos turistas conocían neutra historia como para sentirla como yo siento incluso la suya? Cuantos de ellos entraban en tiendas cargadas de valor aunque fuese por tomarlas como museos gratuitos. Mucho más gratuitos que el Museo del Mamut. Cuantos sabían que era el POUM y de los vencidos por los vencidos.
Compré una Coca-Cola "hoye tú! Que yo soy de aquí" y vi como el precio turista/ciudadano empieza a separarse cual país tercermundista. Y empecé a indagar en mi memoria mi última relación con un cuarteto de cuerda.
Se trataba de una tarde de primavera del 2012, en un concierto dentro de "Música als parcs" en un parque de una zona obrera por encima de la Ronda de Dalt. Poco me acuerdo fuera de lo que fue sorprendente. Cuatro músicos vestidos de negro. Un plástico los separaba de la terrenal arena y varios focos alumbrando. Familias escuchaban nosequé movimiento de no se que compositor ruso cuando de entre los arbustos y perseguidos por una decena de gitanos apareció un animal mucho más grande que un perro. Su nariz chata certificaba que se trataba de un jabalí, el primero que veía en mi vida en plena libertad, un inofensivo jabalí de los que los cazadores justifican sus licencias para batirlos como servicio al bien común.
No envistió a los músicos, solo su atmósfera. Después de correr se paró a unos tres metros detrás de ellos y en ese punto ningún espectador, y eso debía incluir sus familiares, prestó ninguna atención a la música. Sin estudios para reaccionar frente tal situación tuvieron que relajar sus músculos faciales sin ser consientes de que había hecho perder la atención por lo que tanto tiempo les costó conseguir.
El hecho de esta historia no es reivindicar la supremacía de mi ciudad como capital del surrealismo. Sino que el hecho de amar de una forma irracional la ciudad en la que me ha tocado vivir y me ha llegado tan alma que me ha permitido desarrollar el instinto de sorprenderme incluso mucho tiempo después de implosionar la primera primavera de mi pubertad. Barcelona ve ha brindado la posibilidad de poder vivir una historia diferente en todos los planos de la realidad y lo metafísico, no se si se trata de un derecho o de un privilegio.