Cuentos de Estambul

Todas las leyes hechas por el hombre y cada uno de los acuerdos mercantiles pierden su sentido cuando se carga una mochila entre dos continentes. Entonces, las normas que valen se basan en la palabra y no en la rúbrica, la confianza con los interlocutores desconocidos, el olvido de la procedencia, el altruismo al pasante y la recompensa por la ayuda prestada. Un día descubres que tratar a los demás como te gustaría que te trataran tiene una recompensa y que la utopía de los sueños puedo plasmarse durante los segundos vividos sin miedo.

Cuando sali de Estambul llevaba conmigo dos recuerdos poco comunes: un clavel rojo de los jardines rebeldes de Taksim y un contrato vitalicio con una musa. Como cantaba un canta-autor autodestructivo centroamericano "entré recogiendo las musas que dejaron tiradas", prendí la inspiración de los 40 kilogramos de espíritu puro y de un sentimiento que tenía olvidado. Un abrazo de despedida y el rencor hacia un mundo globalizado que tanto da como quita.

Quince millones de habitantes divididos y unidos en mestizajes raciales y por religiones me daban la bienvenida en Taksim la última tarde de Ramadán. Taksim había callado y ahora era una plaza en luto recuperada para el disfrute de familias y de los cinco ausentes.

En cambio, la ciudad me parecía un lugar hostil por el que no me gustó perderme. Sobretodo en una calle secundaria sin iluminación, cuando a la jauría de perros se le juntaron algunos niños desnutridos. Mientras tanto, en esa misma ciudad, sin yo saberlo, un chino se lamentaba por ser robado en el Gran Bazar y por tener que subsistir con 5 euros al día durante las siguientes 3 semanas.

Mientas el asiático decidía seguir adelante sin pedir ayuda a nadie ni avisar a su familia, yo discutía con el portero para que me devolviese correctamente el cambio. Les recuerdo, que un puñetazo bien sonoro sobre la mesa es aceptado en más sitios que una MasterCard, ayuda mucho poner ojos de loco. Lo curioso fue que ese hombre tenía el aspecto de un viejo amigo al que enterramos hace poco y lo que estaba deseando realmente era abrazarlo y convencerle para que volviese, que lo estábamos esperando. Las tripas se me revolvían al discutir con un fantasma.

El dominio otomano concentró en Tracia seres de origen eslavo, bosnio, búlgaro, kurdos, crimeos, georgianos, armenios, griegos, mediterráneos... Y de ellos sacó una raza de convenio conocida como turcos. En una misma conversación puede estar presente un gitano rumano, una persona con rasgos mongoles, algún clon de un andaluz, un soldado otomano vestido con polo de imitación La Martina y un actor de los Monty Paiton. Si tíos, no se de donde sale esta mezcla, pero aquí hay más de uno que parece de Glasgow.

Este mestizaje provoca que uno de cada cinco turcos pueda tener un doble en algún pueblo de Albacete. Esto implica que en cualquier momento tu mejor amigo, con las facciones que tuvo a sus 19 años puede aparecer montado en moto. O que una niña desdentada comparte la genética de una sobrina la cual solo te apetece malcriarla a base de helados.

La primera fotografía del viaje la tenía decidida incluso antes de comprar los billetes de avión. Aunque el local del Pudding Bar había sido restaurado a semejanza de cualquier restaurante moderno un cartel rezaba "World Famous" y había una foto del propietario con un correcto Bill Clinton.

Hace mucho tiempo, cuando un joven Bill se exiliaba en Canadá, había una guerra en un país que se llamaba Vietnam. En ella luchaban los hijos de los que regresaron del desafío contra el fascismo. Sus vástagos no tenían claras las razones de esta nueva guerra y se levantaron en una revolución cultural en pos de la liberación del individuo. Algunos, encontraron la libertad en la música de Woodstock, otros acampando en las dunas de Merzuoga y otros tantos cruzaron desde sus cómodas casas de la Europa del libre consumo hasta la hambrienta India.

Entre medias, todas las rutas se concentraban en la antigua Constantinopla. En la entonces exótica Turquía los que iban y venían se encontraban en el Pudding Bar para compartir experiencias y solucionar inquietudes. Pero el viento de cambios se había llevado esas mesas al vertedero y ese punto de Sultanahmet se había convertido en una sucursal más de la comida sintética. Debía oler a marihuana y comino, al cuero de las libretas de notas, al tabaco de las narjilas, a los pies sudados y rígidos de andar. Era un mundo dentro de otro mundo. Comercialmente poco provechoso, solo hacía falta la defunción de un propietario para regularizar la misión del local.

Me encontraba de nuevo en Sultanahmet tres años más tarde y la ciudad se había abierto al mundo a la misma velocidad que lo había hecho yo. Seguí las vías hasta el puente del Galata, donde una veintena de pescadores vendían los peces que estaban pescando, en unas peceras de Porexpan.

En la última noche de Ramadán se había formado un mercado en los embarcaderos. Se vendían dulces de pistachos, algunas variedades de kebap, bocadillos de pescados, panes dulces y salados, mejillones, maíz dulce, pepinillos en salsa de remolacha... y perfumes de imitación, camisetas de fútbol de todos los países y artesanía inca vendida por unos indígenas de Imbabura. Todos querían estrenar nuevas ropas para el fin de dejunio.

Al día siguiente visité los sitios turísticos atrapado por un halo de exotismo intercalado por aparadores de tiendas al mayorista. Este día los comerciantes no pueden asaltar a los turistas con curcuma barata vendida como azafrán turco ya que están preparando sus almas para el último rezo del Ramadán, sus barrigas para el primer plato de comida diurna y su sed y su lívido serán saciados a su antojo hasta el año siguiente. Durante los siguientes días se sucederán festejos de punta a punta del país; el sunnet, o ritual de la circumsición, folklore nupcial herederado de los miles de kilometros y años del imperio otomano y las despedidas de los jóvenes llamados a filas. Todo se celebra, incluso las muertes se cantan desde los minaretes. No creía que ella tenía cabida en medio de tanta alegría hasta que la encontré cara a cara, poseyendo dos cuerpos ancianos armenios, lamiendo el asfalto camino a Bérgama.

De esa mañana puedo recordar dos incidentes poco cotidianos. Andaba cuesta arriba a través de una sombra cada vez más errática cuando un policía montado en moto chilló canínamente para que todos los transeúntes nos refugiásemos dentro de las tiendas con la mayor brevedad posible. Le seguía una comitiva de coches oficiales.

Lo que sucedió después fue un amargo y sádico surrealismo. La primera decena de coches de la columna cargaba hombres armados con metralletas por la ventana del tejado y las de los costados. Vestían ropas muy ajustadas y gafas de Sol. Su sonrisa mostraba lo que debe sentir un semidios al correr los 100 metros lisos contra un kiosquero. Luego, otra decena de coches con los cristales tintados. Todos los refugiados que se encontraban en la tienda corrieron hacia la parte más alejada de la calle. Yo, con una experiencia mínima en un país de Oriente Medio quedé preso, inconsciente de mi cuerpo, era una mente obstinada en recordar cada detalle: la gente asustada en el fondo de la tienda, los soldados chulos con metralletas que debían pesar como jamones y el único turco que se quedó junto a mi en la puerta de la tienda sonriendo y señalando con el signo de OK a la comitiva. Si hubiese seguido el guión de cualquier película de serie B debía saltar por los aires si Chuck Norris no lo impedía. Pero no fue así.

Cinco minutos después topé con una jauría de periodistas que sudaban de darme la más mínima información hasta que después de insistir una chica dijo: "First Minister" y señalaba la gran mezquita. Cinco días más tarde aprendí que la señal de OK en posición horizontal que hizo el otro cuerpo inmóbil de la tienda significa "eres gay".

Entonces ya había acabado el Ramadhan y me disponía a andar hacia el puerto para solucionar un tema logístico. Para ello, debía pasar un barrio en ruinas, niños en ropa interior, gente hablando sola; y un pobre barcelonés con una cámara colgando del cuello.

Si no saltaron sobre mi fue porque justo en ese momento del año se estaba produciendo el último rezo del Ramadán. Los hombres, con cara de pocos amigos, agarraban su rosario de cuentas mientras yo escurría el bulto. Si alguien me pregunta que ha hecho Diós por ti, sin duda, ya tengo mi respuesta.

En pocas horas todo se había transformado, los niños corrían con medio lira a comprar mejillones en puestos ambulantes y todos cargaban unas pistolas de plástico que disparan pequeñas piedras. En el barrio de Galata, unos niñatos de cuello alto engominados se reían del encargado de seguridad de una iglesia, el cual, les negaba el paso. Ya al borde del ataque de nervios por parte del segurata, los adolescentes se giraron hacia mi, me miraron de arriba a abajo y se hicieron merecedores de ser los primeros en hacerme una de las preguntas más repetidas durante todo el viaje: "Y tu... ¿cuanto dinero ganas?".

Baixant per la Font del Gat

El avión que tomé durante el verano de 2013 para cruzar el Mediterráneo salió tarde y mi cabeza empezó a recordar lo que había sucedido durante la última noche en Barcelona.

El avión, que surca la mar en línea recta desde hace tan solo 100 años, es considerado por casi todos los turistas como la mejor alternativa para llegar a Estambul, basándose en los criterios más valorados en el siglo XXI: tiempo, coste y seguridad.

Así se demuestra: El tiempo es tan importante que una sola hora de retraso impacienta a la mayoría de usuarios. El precio es mucho más reducido que la quincena de autobuses y trenes que habría de haber tomado y finalmente la seguridad se da por garantizada, sin tener en cuenta que un volcán islandés se encabrone o que un conflicto internacional puede clausurar el espacio aéreo en oriente medio justo el día antes de que se acaben las vacaciones. Por supuesto, a nadie le importa el impacto ecológico del queroseno o el ruido de sus panzas al volar sobre el Prat cada vez que expresamente voy a comer las patatas del bar Cervantes. 

Podría haber aprovechado un vuelo de aves migratorias para levantar el dedo en la Jonquera y subirme al Ibiza del enésimo español con estudios que pira hacia Alemania con la esperanza de encontrar un trabajo que le realice. Una vez llegase a Baviera tendría que volver que levantar el dedo y esperar que otra corriente migratoria, la de los turcos que han enriquecido Alemania des de los años 70, fueran a visitar a sus familias campesinas de la Anatolia en su Audi repleto de productos Apple.

Pero el avión, que me va a ahorrar 5 días de incierto autoestop, o los 300 euros en autobuses, o que me va a garantizar que no voy a descarrilar a 200km/h sale tarde y ninguna de las azafatas de culito respingón quiere dar explicaciones. Unos, porque van a perder la conexión, otros, porque no pueden estirar las piernas, algunos, porque tienen hambre o pipi y casi todos, porque han vivido la paranoia del terrorismo se lanzan a la carrera cuando el piloto nos pide que saquemos nuestros billetes de embarque. Entonces, todo el mundo quiere ser el menos sospechoso, más legal que su vecino, pasear por el pasillo para estirar las piernas o dar empujones hasta llegar al retrete.

Las azafatas estrellan sus nalgas robustas en codos y caras por el estrecho pasillo. Pronto podremos comprar sus perfumes, sus menús y su whisky en sobrecitos. Pero en esta compañía nadie sonríe y la única que me dedica una sonrisa de forma natural supera por los pelos los treinta. Pelos que a mi me faltan en la cabeza y hacen brotar una pequeña crisis de edad justo en el momento que me vuelve a sonreír sin ningún producto que vender.

Revisada la legalidad de cada pasajero uno a uno y pasadas las nalgas mágicas por todas las caras del pasillo, el ambiente se calma sin que nadie suba o baje del avión. Solo son parejas y familias numerosas, y sin merecérmelo me han sentado en medio de una de libaneses hiperactivos, los cuales tienen una afición olímpica por saltarse cualquiera de los ordenes establecidos a empujones, lo que en español peninsular se conoce como colarse. Hay algún australiano, de esos que los hay a patadas por todos lados, excepto en Australia. Y nostalgia de mi primer viaje a los Balcanes, en un vuelo con dirección a Belgrado medio vacío en una compañía que ya quebró, entonces, todos, o casi todos eramos voluntarios o brigadistas.

Años atrás encontré un peruano en un vuelo a Venezuela con el que pude hablar durante 5 horas de los mismos temas cíclicamente. A él le gustaba más que a mi exagerar cada experiencia tras cada vuelta al tablero. Finalmente le pedí que no se alejara mucho en la aduana y que en caso de dificultad dijese que era mi padre. El mestizo peruano tardó en reaccionar, mucho más que la aprendiz de piloto panameña y las cinco cabezas a la redonda que habíamos entretenido durante 5 horas sin saberlo nosotros.

Otro recuerdo que me viene siempre a la cabeza cuando cruzo alguna frontera en solitario es el del policía corrupto búlgaro. Él pensaba que podía aprovecharse de la situación puesto que entre el día que me retrate para el pasaporte y el presente había perdido una cantidad indecente de pelo. "You are not this guy". Quiso hacerme pasar miedo haber si caía algo de dinero "Me da igual, dame el pasaporte, ya no quiero entrar en su país". El tío se sorprendió y me lo devolvió. "Vale chico, todo correcto, puedes entrar". Le contesté que no quería visitar un país con gente como él y me di la vuelta.

Pero los policías de los aeropuertos son diferentes. Mientras me miraba el pasaporte me di cuenta que había hecho la cola en la casilla de los ciudadanos turcos. Me miró a mi y a la foto unas 3 o 4 veces hasta que preguntó. "Barcha o Madrid?", "Barcha",y me respondió, "Barcha is the best" mientras lo sellaba sin importarle el contenido de mi maleta, mi presupuesto o donde iba a dormir, ni siquiera que había hecho la cola reservada a los ciudadanos turcos. Al otro lado de la sala una familia hiperactiva de libaneses adictos a colarse esperaba delante de una policía la cual no sentía ninguna debilidad por el vestido escotado de la madre.

Me hubiese gustado decirles que la noche antes de partir fue sencilla. Pero no fue así. Más atacado por el miedo que los nervios y el calor no podía pegar ojo. Miraba el mapa y recortaba los objetivos... "esto va a ser muy complicado", "ves a lo seguro....", además de preguntarme cual era el mejor sitio para guardar una navaja. También envié algunas notas a antiguas amistades perdidas; en caso de defunción prefería que tuvieran un buen recuerdo, algún motivo para mitificar al muerto. Pero todos esos pensamientos debían ser ventilados, no podían viajar conmigo, no debían instalarse en la mochila, no era bueno subir al avión con algo de pesimismo. Así que fui a abandonar los miedos a Montjuic sin tener ni idea lo que las musas habían preparado para mi.

Las fuentes mágicas tienen un encanto especial pasada la media noche, justo antes de que los servicios de limpieza recojan los papeles de aluminio que los turistas han utilizado para recubrir sus cenas. Siempre quedan algunas parejas, de esas que se quieren desde hace mucho tiempo. Al subir por las escaleras uno tiene una sensación especial de agradecimiento hacia la ciudad. Sabes perfectamente lo que hay arriba, un palacio noucentista y unas vistas maravillosas, algo de un tiempo no vivido del que ya muy pocos quedan.

Algún día seré como uno de esos supervivientes. Alguien seguirá subiendo la montaña y encontrará un estadio olímpico. Entonces, si Dios quiere, seré uno de los pocos supervivientes que vieron encenderse el pebetero una noche de verano. Pasará la 25 efeméride, la 50 y si mi apetito por los platos cargados de colesterol lo permite, la 75, lo que significan casi 20 juegos de diferencia. Algún día una familia se abrazará y llorará, de alguna o otra forma, como tantas familias barceloninas hicieron la noche en que se apagó la llama.

Ese año, el 92, la guerra fría estaba acabando y Fidel Castro y Bill Clinton podían compartir un habano. El olimpismo no era el escaparate de las superpotencias y el todo vale, sino puro juego limpio y el hombre compitiendo contra el hombre de las demás generaciones y el creacionismo.

Bajando por la Font del Gat escuché que dos chicas me chillaban. Bebían cerveza y creía que se trataba de turistas que gorroneaban tabaco. Les contesté en francés y me dijeron que no tenían ni puta idea de nada que no fuese español. "Es que venimos de un pueblo llamado Sant Eusebi de les Palleroles y hemos venido a la ciudad, a pasar la noche, a ver que sucede, en nuestro pueblo no hay nada que hacer".

Creo que en este caso debo mantener el anonimato de estas dos chicas. Por eso, si usted busca en Google el pueblo de Sant Eusebi de les Palleroles no lo va a encontrar. Este es el nombre de un municipio que nos inventamos unos amigos hace tiempo para reírnos de la gente cuando íbamos de fiesta por Barcelona. El pueblo de donde procedían estas chicas tiene otro nombre, y lo más sorprendente, es el mismo en el que me tocó crecer.

No se lo creían, pero si no has vivido en un sitio no tienes ni idea de como se llama el borracho del pueblo, ni tampoco es posible enlazar los nodos sociales que nos separan. Yo las entendía totalmente "Cuando tenía vuestra edad hacía lo mismo". Les conté los sitios donde había estado y algo de lo que había hecho durante los diez años que nos separaban. Pude notar en ellas un pesimismo de extrarradio muy parecido al pesimismo de la gente con la que me tocó madurar. Realmente son una generación con mucho talento que nació cuando no tocaba.