Es imprescindible atender a la obligación de cuidar nuestros bosques. No es solo para mantener el frágil equilibrio inmutable de las generaciones pretéritas, ni la sabia y exclusiva cultura ligada a las aldeas y poblados aislados. En los bosques, tan cerca del ciudadano rural, viven los seres mágicos que pueblan las leyendas y cuentos que creímos durante los primeros siete años de nuestras vidas.
Si acabamos con los árboles o manchamos los prados con nuestros desechos indegradables, o asfaltamos cada camino para facilitar el regreso de los coches a sus ciudades libres del polvo, si finalmente juzgamos de loco al último anciano por creer en los cuentos de antaño o las técnicas deprecadas que fecundaban el campo. Entonces, van a desaparecer los hechiceros, los dragones, las cuevas encantadas, los tesoros escondidos, los remedios y las brujas malas. Porque el elenco de personajes de las leyendas vive en las ciénagas de agua turbia, los bosques vivos, los picos escarpados o los peñones más recóndidos de alta mar y todos ellos precisan de un entorno sano para que puedan pasear cuando los niños se van a dormir.
Las historias pertenecen sobretodo a los niños, heredadas de los adultos que antes fueron niños, pero también a las familias y a los pueblos. Han emigrado durante siglos mezclándose con todo aquello que se comía, pensaba y amaba de los países donde iban. Han estado sujetas a las realidades sociales y se han reconstruido para renombrar los lugares, vestir a los personajes o escenificar dependiendo de la generación y la guerra que le tocó sufrir.
Los abuelos se apagan y con ellos el toque genuino de su guisos o la completa certeza con la que aseguraban haber vivido las historias que contaban o que legaban a los nietos una vez dejaban de ser adultos para volver a ser niños.
Se nos acaban aquellos que sabían cuentos y sabían como contarlos y a la vez se erradican los lugares que los inspiraron. Y buscamos su sucedaneo en el mismo caldo recalentado y refrito de un televisor o de una novela ligera que se distingue de una a otra en el nombre del personaje y que se basan en la mixtura de los clásicos y un colocón. La necesitamos para ir a soñar como el cuento de una madre, o para evadir que allí fuera la realidad le ha ganado la partida a la ficción.
Pero hay personas que se ganan mi admiración, aunque anónimos por contar de alguna forma inconciente un relato a medio camino de la locura, lo suficiente para inspirar de una forma o otra la entrada o la última frase de un cuento corto pero trabajado. Al fin y al cabo, todo es un ir y venir de dramas, romances y comedias porque no hay que olvidar que la vida es solo eso, un cuento, y lo que la hace única es saber explicarlo.
Si acabamos con los árboles o manchamos los prados con nuestros desechos indegradables, o asfaltamos cada camino para facilitar el regreso de los coches a sus ciudades libres del polvo, si finalmente juzgamos de loco al último anciano por creer en los cuentos de antaño o las técnicas deprecadas que fecundaban el campo. Entonces, van a desaparecer los hechiceros, los dragones, las cuevas encantadas, los tesoros escondidos, los remedios y las brujas malas. Porque el elenco de personajes de las leyendas vive en las ciénagas de agua turbia, los bosques vivos, los picos escarpados o los peñones más recóndidos de alta mar y todos ellos precisan de un entorno sano para que puedan pasear cuando los niños se van a dormir.
Las historias pertenecen sobretodo a los niños, heredadas de los adultos que antes fueron niños, pero también a las familias y a los pueblos. Han emigrado durante siglos mezclándose con todo aquello que se comía, pensaba y amaba de los países donde iban. Han estado sujetas a las realidades sociales y se han reconstruido para renombrar los lugares, vestir a los personajes o escenificar dependiendo de la generación y la guerra que le tocó sufrir.
Los abuelos se apagan y con ellos el toque genuino de su guisos o la completa certeza con la que aseguraban haber vivido las historias que contaban o que legaban a los nietos una vez dejaban de ser adultos para volver a ser niños.
Se nos acaban aquellos que sabían cuentos y sabían como contarlos y a la vez se erradican los lugares que los inspiraron. Y buscamos su sucedaneo en el mismo caldo recalentado y refrito de un televisor o de una novela ligera que se distingue de una a otra en el nombre del personaje y que se basan en la mixtura de los clásicos y un colocón. La necesitamos para ir a soñar como el cuento de una madre, o para evadir que allí fuera la realidad le ha ganado la partida a la ficción.
Pero hay personas que se ganan mi admiración, aunque anónimos por contar de alguna forma inconciente un relato a medio camino de la locura, lo suficiente para inspirar de una forma o otra la entrada o la última frase de un cuento corto pero trabajado. Al fin y al cabo, todo es un ir y venir de dramas, romances y comedias porque no hay que olvidar que la vida es solo eso, un cuento, y lo que la hace única es saber explicarlo.