Hay milagros cada día y si algo descubrí en este viaje es que no se distribuyen aleatóriamente. Observar sobre que personas cae la gracia del azar y en que circunstancias me ha traído a escribir este pequeño tratado sobre la fortuna.
Lo que aquí quiero comentar no se refiere a la clase de suerte estadística, como la lotería, o la de que llueva el día que organizas una barbacoa. Si no a la capacidad de ordenar las circunstancias inconscientemente hacia la obtención de unos objetivos, preestablecidos o no.
El primer parámetro es distinguir un acto como espectacular o cotidiano. Somos pocos conscientes de lo que nos envuelven. Quizás en el desierto seríamos capaces de sentir todo lo perceptible, pero no en lugares habitados o con vida donde se colapsan nuestros sentidos. Por una cuestión de agotamiento filtramos gran parte de los estímulos. El porcentaje restante depende de las capacidades personales y de la educación. Aprender a sentir una franja concreta, fuera de lo habitual, no es para nada sencillo, pero se agudiza al cambiar de ciudad cada día, al esforzarse en comunicarse de forma no oral con extranjeros, pasar mucho tiempo reflexionando solo. Sería un milagro encontrar un restaurante justo cuando tenemos hambre o es más probable que filtremos los olores del kebab más cercano.
El segundo hecho a tomar en cuenta es la capacidad de exponer nuestras necesidades ya que ésta es la mejor forma de recibirlas altruístamente o mediante un intercambio. Por diversos motivos somos incapaces de mostrar nuestras debilidades: no queremos mostrarnos débiles, queremos demostrarnos nuestra independencia, no queremos deber ningún favor, desconfiamos de los extraños,...
Otro hecho a tener en cuenta es distinguir la suerte de un acto trabajado. La suerte seria fruto de algo espontáneo, mientras que lo trabajo implica un esfuerzo. Los casos que se me mostraron y sirvieron para reflexionar se rebelaron algo engañosos, puesto lo que parecía pura suerte llevaba un trabajo oculto y lo que parecía trabajado no hubiera sido posible sin fortuna.
Es agradable haber comprobado que la suerte ayuda a esas personas que creen actuar bajo criterios de bondad. Continuamente se reciben consejos contradictorios entre la honradez y el abuso por terceros. Pero ser buenas personas nos vuelve entrañables y queridos, y en mayor grado como más sinceras sean los actos. También he comprobado que el beneficio inmediato es el más efímero y todo lo que se desee conservar por más tiempo debe ser cocinado a fuego lento pero con persistencia.
La participación en comunidades o en pequeñas sociedades donde la gente comparte favores atendiendo a las habilidades de cada uno puede ayudar a tener "suerte" en lo deseado. En primer lugar se pierde el sentido de la soledad, hecho que atemoriza a la gran mayoría de las personas. Y en segundo aumenta la sensación de protección. Esta actitud tiene en vano una contrapartida: la generación de líderes y/o cohesiónadores, lo que significa una pérdida de libertad del individuo o un refuerzo en el autoestima de aquel que se le considera líder.
En cambio, la suerte no favorece a aquellas personas que se quieren aprovechar de los demás en beneficio propio o que actúen impulsadas por el rencor. Tampoco aquellas que gocen de mofarse o hacer sentir mal a las personas en público.
Varias personas anglosajonas hablaron conmigo de una diferencia de actitud entre protestantes y católicos. Los primeros creían que nuestro destino en la vida eterna estaba prestablecido e independiente de nuestros actos y que la suerte y éxito que tuviésemos en nuestra vida eran un signo de como sería la vida eterna, por eso, se esforzaban en mostrar que la vida "les estaba yendo bien", mientras que los católicos creían que el cielo se podía ganar con actos de buena voluntad en vida.
... Continuará
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