
A Vigo me vinieron a buscar a la estación de autobuses, que por colmo está en las afueras, y claro, otra vez anduve por los barrios dormitorio grises que nublan cualquier percepción anterior. Riendo penetramos a otra Galicía que aun desconocía: no era la otoñal y brutal del O Cebreiro, la nostálgica de A Coruña, ni la vaquera de Lugo, no era la de piedra de Santiago, ni la marisquera de Muxía que tanto anelo conocer algún día. Era la soledad después del diluvio, pequeños núcleos de eucaliptus despuntaban sobre los robles, un mapa cargado de pueblos mentía a unos ojos que no veían ningun alma. Las carreteras se dividían, seseaban, subían sin mostrar rastro de humanidad, e incluso, el asfalto se había vuelto tierra de pasto para el manso con el que estuvimos a punto de colisionar.
Y de vez en cuando una gran casa señorial, de estilo indiano, junto a un bar, dos o tres casas enteras y varias en estado de abandono. E iglesias que bien se merecían ocupar salas en el Metropolitano de Nueva York. La historia se repetía por kilómetros.
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Los niños se peleaban por un vaso |
A Cañisa era el único ejemplo de industrialización en varias decenas de kilómetros a la redonda. Viven de la madera, el papel y del producto local por excelencia: el jamón cocido (quien se piense que aquí es barato, se equivoca, y de lejos). El pueblo es tranquilo si te alejas de la carretera que lo cruza, en realidad no considero que tenga muchas cosas espectaculares para ver, pero el ambiente que se respira es auténtico.
Cocinando y comiendo en una pequeña estancia decimonónica reíamos y reíamos por última vez, hablando más de lo que iva a venir de lo que hizimos. Después y aprovechando la festividad de los difuntos me difuminé entre las costumbres y la historia local en uno de esos momentos de lucidez divina que se empezaron a repetir cada vez más seguido.
En una plaza un druida celta sacaba fuego por la boca mientras falaba un gallego comprensible y una mujer bestida como Morticia de la familia Adams daba saltitos. Música muy fuerte del Señor de los Anillos y muchisimo humo llenaban la estampa. Una mujer se plantó delante de mi y antes de que me diera cuenta me llenaba la cara de ceniza: "aquí todos vamos así". La gente no se entregaba al patriotismo celta del brujo, pero aun así todo tenía una aureola mística. Tanta ceremonía sirvió para preparar un orujo quemado con café sobre unas basijas de barro y con altas dosis de azúcar que los niños se amontonaban para probar.
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La pulpeira más simpática de A Cañisa |
A la mañana siguiente una visita a la pulpeira y prisas, I. debía volar para Barcelona y nos apresuramos a llevarla al aeropuerto con música cañera de Fito y Fitipaldis. La verdad, el recuerdo de ese momento lo asocio al camino hacia el veterinario la noche de Reyes que sacrificamos a mi perra Samba, (al psicoanalista le cedo el razonamiento). En el aeropuerto las últimos guasas: "eu nao ronco", recordábamos al gran maestro de los jadeos rasposos nocturnos y otras que ya no recuerdo. Y otra vez, la silueta de una amiga pasando un control policial, una mochila que se daba la vuelta, unas manos alzadas y una lágrima que caía del ojo. Despedirse y presentarse se volvió rutinario, y cada vez más sencillo, no volví a soltar una lágrima hasta Sevilla y otra en Marrakech, cuando Imad me llevó a 4.100 metros con solo pedírselo.
Tristes despedidas han dejado a grandes amigos cuyos ánimos se convierten en auténtico combustible en los días de depresión por los que mi país pasa. I. se fue, unas horas después F. y una gran y dolorosa conclusión: "siempre es uno mismo el que parte".
Luego un paseo por la bella Pontevedra que pocas ganas tenía de disfrutar y un último abrazo con F. que me acompaño hasta el autobús, se cerraron las puertas, desconecte el móvil y penetré la primera frontera.
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