A Porto llegué de noche y me fui más tarde de lo previsto por culpa de una huelga de trenes a la que aun le tengo mucho que agradecer. Esta ciudad puede ofrecer toda una semana de disfrute y vale la pena vivir en ella si uno es sensible a las artes y a la belleza. No es solo la estética de la Ribera, que la hace Patrimonio de la Humanidad, también es la gastronomía, ya sea cocinada o de mercado y sobretodo la gente.
De todo el viaje en O Porto encontré una verdadera vocación de servidumbre hacia el visitante. Solo llegar un hombre me llevó hasta la puerta del albergue y al abandonar la ciudad un chico, camino a la universidad dio un largo rodeo para montarse conmigo en el tren mientras dejaba atrás (y quizás para siempre) el gran puente de hierro que cruza el Duero.
Entre medio volví a pisar un albergue de juventud y me percaté de que: 1. me había convertido en el chico de mayor edad 2. Los hostels habían dejado de ser un lugar donde vagabundos charlaban del sentido de la vida. Más bien era poblado por auténticos adolescentes crónicos adictos al alcohol de garrafón y de clase más bien alta. Un caso que me dio realmente lástima fue el de una chica mexicana estudiante en Madrid, quien después de pensar que estaba bromeando me "confesó" que los indios eran tontos y su cultura detestable y primitiva y que por supuesto ella se iba a casar con un europeo rubio para poderle decir a sus amigas que su marido era europeo.
La ciudad tiene mucho para ser visto: la Ribera sin mapa ni guía, a palo seco, hasta el río, luego se puede tirar hacia la derecha y visitar la bolsa, coger un tramvía (algo caro) y alejarse del centro, o hacia la izquierda y cruzar el río hasta Gaya por el puente de hierro emblema de la ciudad y visitar las bodegas o subir la colina y contemplar la vista. Luego se puede cruzar el puente por la parte superior (si no se sufre de vértigo) y llegar a la Catedral, desde donde se pueden ver los tejados rojos de la ciudad.
La vista más privilegiado se toma desde la torre de los Capuchinos, en el mismo centro, hay que darle 2 euros al señor desagradable de la entrada y subir a pié, pero bien vale la pena. Ya que estás en el centro se puede enfilar la avenida hasta el ayuntamiento, los barrios que quedan atrás de este son de interés pero no tanto como la Ribera, en cambio se pueden encontrar restaurantes baratos, e incluso un mercado en decadencia donde en su plaza central se come de lujo. También se puede comprar un tipo de guindillas muy común en el país; yo no lo compré, me piqué con la tendedera que era capaz de comérmelo a palo seco para que me lo diera gratis. Otro edificio destacable es la estación de tren, en cuya sala de taquillas cuelga un mural de azulejos único en el mundo.
Tuve varios momentos divertidos, el primero consistió en contemplar y comprender como unos 50 chicos se encargaban de humillar a otro grupo de 50 disfrazándolos de hadas. Se trataba de una antigua tradición universitaria de Cuimbra con la que estudiantes de tercero han humillado a los de primero durante los tres últimos siglos.
O Porto y el Fado me dieron la bienvenida a Portugal, un país atacado desde Wall Street, pero con una gente inocente, víctimas colaterales de una partida de ajedrez que no tienen el derecho de jugar.
De todo el viaje en O Porto encontré una verdadera vocación de servidumbre hacia el visitante. Solo llegar un hombre me llevó hasta la puerta del albergue y al abandonar la ciudad un chico, camino a la universidad dio un largo rodeo para montarse conmigo en el tren mientras dejaba atrás (y quizás para siempre) el gran puente de hierro que cruza el Duero.
Entre medio volví a pisar un albergue de juventud y me percaté de que: 1. me había convertido en el chico de mayor edad 2. Los hostels habían dejado de ser un lugar donde vagabundos charlaban del sentido de la vida. Más bien era poblado por auténticos adolescentes crónicos adictos al alcohol de garrafón y de clase más bien alta. Un caso que me dio realmente lástima fue el de una chica mexicana estudiante en Madrid, quien después de pensar que estaba bromeando me "confesó" que los indios eran tontos y su cultura detestable y primitiva y que por supuesto ella se iba a casar con un europeo rubio para poderle decir a sus amigas que su marido era europeo.
La ciudad tiene mucho para ser visto: la Ribera sin mapa ni guía, a palo seco, hasta el río, luego se puede tirar hacia la derecha y visitar la bolsa, coger un tramvía (algo caro) y alejarse del centro, o hacia la izquierda y cruzar el río hasta Gaya por el puente de hierro emblema de la ciudad y visitar las bodegas o subir la colina y contemplar la vista. Luego se puede cruzar el puente por la parte superior (si no se sufre de vértigo) y llegar a la Catedral, desde donde se pueden ver los tejados rojos de la ciudad.
La vista más privilegiado se toma desde la torre de los Capuchinos, en el mismo centro, hay que darle 2 euros al señor desagradable de la entrada y subir a pié, pero bien vale la pena. Ya que estás en el centro se puede enfilar la avenida hasta el ayuntamiento, los barrios que quedan atrás de este son de interés pero no tanto como la Ribera, en cambio se pueden encontrar restaurantes baratos, e incluso un mercado en decadencia donde en su plaza central se come de lujo. También se puede comprar un tipo de guindillas muy común en el país; yo no lo compré, me piqué con la tendedera que era capaz de comérmelo a palo seco para que me lo diera gratis. Otro edificio destacable es la estación de tren, en cuya sala de taquillas cuelga un mural de azulejos único en el mundo.
Tuve varios momentos divertidos, el primero consistió en contemplar y comprender como unos 50 chicos se encargaban de humillar a otro grupo de 50 disfrazándolos de hadas. Se trataba de una antigua tradición universitaria de Cuimbra con la que estudiantes de tercero han humillado a los de primero durante los tres últimos siglos.
O Porto y el Fado me dieron la bienvenida a Portugal, un país atacado desde Wall Street, pero con una gente inocente, víctimas colaterales de una partida de ajedrez que no tienen el derecho de jugar.
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