Cuando pisé el asfalto al entrar en Mansilla empezó un paseo por el Gólgota hasta el albergue. Renuncié a todas las ayudas que recibí de los compañeros que me pasaban por la derecha mientras, primero mi mano, luego mi brazo y finalmente casi todo mi cuerpo se apoyaban en la pared al andar. Recuerdo que hasta la saliva se volvió más espesa y me costaba más tragarla.
Me sentía estúpido, mucho más joven que las personas que me pasaban, por abusar de mi, por no querer descansar a pesar de que cada día me rompía un poco más. Y sobretodo por pensar que el Camino se debía hacer solo.
Esa tarde, cuando el farmacéutico me recomendó pasar por el hospital a que me pinchasen el talón me veía de vuelta a casa, como el gigante italiano que se quedó sin rodilla en Ponferrada o la inglesa que se partió la nariz al desmayarse. En la litera, tapado por una toalla, fui recibiendo la visita de los amigos, quien se interesaban y me traían medicamentos y comida. Cuando me di cuenta medio albergue estaba alrededor de mi cama haciendo ruido.
Esa noche cuando bajé, las tiendas estaban cerradas y la gente me dio un poco de su plato sin que yo se lo pidiese. Me tragué el orgullo absurdo que traía de casa y me reí mucho, muchisimo, cuando mi amigo japonés Jordi, de 45 kilos venció a un vasco de 100 a copas de vino o cuando un canario usó unas cucharas como instrumento de percusión mientras acompañaba un galés a la guitarra.
Ya había aprendido la lección, pero espontáneamente se sintetizo A Coruña: "es muy importante aprender a pedir ayuda". Es cierto, es el primer paso para que alguien lo haga y hay mucha más personas dispuestas a dártela de las que esperas. Y allí donde fui tuve siempre una mano tendida.
En el camino, nunca estás solo |
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