Avagabundear vuelve a la ciudad donde lo vió nacer, Zagreb, durante el verano de 2009, en el que debía ser un viaje circular por los Balcanes que acabó en Suramérica. Este artículo va dedicado a la frase "vale la pena volver a empezar" y "a caminar se aprende caminando".
Un ajetreo especial interrumpe en la última estación, antiguo borde irritado entre los países comunistas satélites de Moscú y la variante de Tito. Una mujer, fantasiosamente una antigua soprano en la república del trabajador reeducada en estampadora de sellos profesional, se mueve dificultosamente entre los estrechos pasillos del tren decidiendo quien puede pasar. El ritual dura casi 20 minutos y nadie es forzado a bajar del tren. Otro hombre, con sombrero, señal de mano y silbato da la orden para que el tren vuelva a arrancar.
Un halo que recordaba a la Barcelona y a la España en general de los días anteriores a la crisis y el desempleo. Pero que mordía el anzuelo de nuevo para ser domesticada por el narcótico de los prestamistas ya que por doquier se encontraban anuncios sobre créditos fáciles de conseguir.
Pero volvamos a la idílica Zagreb y de lo bien que fuimos tratados en el escondido Fulir Hostel. Quienes consiguieron vender nuestro billete de vuelta a Budapest y evitar la brutal catástrofe de que un obeso brasileño durmiera en el piso de arriba de mi litera alámbrica.
El tren sale muy pronto de Hungría (según el concepto Español de pronto), a las 6:15, pero a esa hora el Sol ya radia la inocencia del alba, y el cuerpo, que es movido por las leyes de la naturaleza y no por las del reloj, ya ha despertado, saciado el hambre, desprendido los líquidos acumulados y la cabeza empieza a dotarse de genialidad.
El tren, una reliquia de tiempos más grises va lento, pero es cómodo para los pasajeros abarrotados que se amontonan en las cabinas de 6 plazas o de pié en el pasillo. Destaca el último vagón, que está dedicado a las bicicletas.
Se tarda un tiempo en abandonar el cinturón urbano y se descubre que la vida debe ser muy tranquila en las casas idílicas de las interminables afueras. De vez en cuando se ven alguna que otra fábrica abandonada.
La llanura es extensa y apenas se toman curvas. De repente se llega a un intento de mar, con olas y casas veraniegas al pié de uno de los largos más alargados de Centroeuropa. Allí nos dejan los primeros compañeros de viaje, tres jovenes húngaros que darán un tour alrededor del lago en bicicleta. Y se suben tres daneses procedentes del festival de música que se acaba de celebrar en sus orillas. Carteles "Zimmer" (habitación en alemán) cuelgan de todas las casas recordando que estos parajes fueron el punto de encuentro entre dos mundos, los que vivían en Alemania del Este y los que habían saltado el muro.
Silueta en el Tren |
Un ligero repunte de tímidas colinas empieza aparecer igual que las iglesias cristianas y las nubes desaparecen a medida que nos acercamos al Adriático. Después de 7 horas sentados no tenía ni la más mínima gana de volver a andar. Pero Zagreb se me descubría por segunda vez, con ojos más gastados, limpia, renovada, verde y en plena pubertad. El Boulevard hacía la ciudad antigua parecía recién inaugurado y la utopía había tomado las calles. La gente parecía contenta.
Tren de antaño |
El centro de la ciudad estaba deslubrante y los escaparates rebosaban de una prenda atribuida a la región: la corbata. Los maíces hervían en ollas para ser comida como fast-food en una ciudad donde te podías hinchar a comer por menos de 3 euros. Los adoquines guiaban hacía la catedral o hacía Santa Marta, previo paso por un túnel donde se mostraba la imagen de una virgen cuyos bancos en la otra acera rebosaban de devotos de todas las edades y ambos sexo.
Los edificios oficiales mostraban, a parte de las banderas locales la de la Unión Europea, algo extraño para un país que aun no es miembro. La reflexión sobre la ostentación de este símbolo será completada y compartida en el trayecto entre las dos fronteras croatas que separan la ciudad bosnia de Neum.
Museo de las Relaciones Rotas |
La fricada más grande que vimos y que se lleva el premio a "LA FRICADA MÁS GRANDE" en mayúsculas fue el Museo de las Relaciones Rotas (Museum of Broken RelationShips) donde hay que pagar para que te cuenten historias de gente que ha roto con el novio. También venden una goma con la que puedes borrar relaciones. Fantastico: adivinad que clase de público habían: borderlines pero bien vestidos.
Merece la pena dedicar un artículo informativo a esta ciudad para que el visitante acceda de forma completa y será publicado al final de este viaje. Pero ya por acabar tuvimos la suerte de asistir a un concierto de música celta en la torre del cañón, donde un gracioso "hobbit" cruzado con caballo daba saltitos sin preocuparse de que cada vez más público se riera de las escalofriante cataratas que afloraban debajo de sus bracitos. Todo eso entre chiringuitos con precios para turistas y la posible autoridad atenta a quien consumiera cerveza comprada fuera en botellas de cristal. Siempre queda el truco de comprársela en una tienda y pedir con una sonrisa un par de vasos de cristal en el chiringuito con precios para turistas.
No es la entrada al metro, es la entrada al retrete |