Dejé mis recuerdos bien empaquetados en Marrakech para dejarlos en cima de una mesa del café Argana, por si alguien los veía, los recogiera y los guardara, igual que con el itinerario que planeamos I. y yo en Ouarzazate y lo dejamos escrito en una servilleta.
La siguiente parada era Fez, y ya la última de mi viaje en Marruecos, después tocaría asediarme en la habitación de Tánger donde mis huesos fueran a topar y luego tomar el barco. Y antes, una sorpresa, dejarme caer de nuevo por Salem, en la casa de I. para agradecerle como fuese todo el trabajo que él había realizado para que yo disfrutara del viaje.
El me propuso un plan que yo hacía tiempo quería realizar, pero que por miedo de ser tratado como un vulgar turista, y no como un viajero, no quise llevar a cabo. Visitar y bañarme en una auténtica hammam, lo que en Europa se conoce como baño turco, fue introducido en Europa por los romanos, quienes tenían tres salas, la de agua caliente (caldarium), tibia (templarium) y fría (frigidarium). Luego llegaron los años oscuros, donde la falta de higiene condujo a pestes y otras enfermedades, mientras que en el mundo musulmán se siguieron usando los baños turcos (o árabes) y así llegaron hasta el siglo XXI.
Pero antes fui a su trabajo, donde una de sus compañeras celebraba su cumpleaños, con tarta, galletas y dulces de esos que aquí en Barcelona no tenemos y que tanto hecho de menos, con ese hojaldre, la crema de pistacho y sudando miel.
El resultado de las elecciones se acababa de conocer y no se hablaba de nada más. Todos los trabajadores eran jóvenes y tenían mucha esperanza en el futuro, en que su país por fin, después de la época colonial y de sufrir dos reyes absolutistas y egocéntricos, salía adelante. Eran jóvenes, como la generación de mis padres, quienes con el esfuerzo en los estudios y en llevar una vida sin muchos lujos ni privilegios les llevaría a un trabajo donde cada vez pudieran tomar más responsabilidades y más remuneración. En cambio, unos quilómetros más al norte, otra generación, una que casi no le falto de nada durante su infancia, y aun así no se sació en una adolescencia consumista que llevo al endeudamiento asfixiante que tanto nos lastra y que no cambia al tendencia de tantos y tantos caprichos envenenados, esa generación se desanima y deja de buscar trabajo y empieza a vivir de la picaresca que tanto daño aun más nos puede llegar a hacer.
Pero vamos a relajarnos en la hammam. Primero de todo hay que empaquetar todo lo que se necesita: toalla, chancletas (si, porque eso debe ser un nido de...), cubos como los que se usan para hacer castillos de arena, botellas con agua (que se recalentaran y tendrán gusto a demonios), una esponjas que sirven para expoliar, una toalla pequeña para cubrirte el pelo cuando vas para casa y jabón.
Primero se deben comprar los tíquets, eso se hace en la calle, como si de una taquilla de cine se tratara. Entonces se llega al vestuario, que está en el mismo recibidor, allí uno se cambia y le da una propina a un señor para que te guarde la ropa y te de un gran cubo de agua.
Se entra a una sala abovedada, con una pared de azulejos blancos, después, de un metro y medio de azulejos empieza una pintura de cal rosada hasta la punta superior del techo. Varias tuberías conducen agua a través de la pared y un pequeño conducto recoge por la pared el agua sucia.
Cuando llegué me sorprendió como dos hombre realizaban ejercicios de estiramiento uno encima de otros, para que se hagan una idea, al más puro estilo de lucha greco-romana, también los padres limpiaban al milímetro a sus hijos, y otros dos adolescentes hablaban de marranadas y hacían reír a todo el mundo, excepto unos señores con la barba muy larga que se fueron.
Uno debe llenar el cubo grande con agua del grifo e írselo esparciendo por el cuerpo con los cubitos para hacer castillos de arena que se hayan traído de casa. Luego, se tumba y se relaja. Luego el compañero que haya venido contigo te empieza a limpiar y te saca la piel muerta, puesto que aquí la limpieza se hace por exfoliación y sudoración en lugar de con jabón.
Una vez acabados, se bebe mucha agua y se sienta en la sala donde no hace tanto calor. Luego se abre la puerta y uno se prepara para el cambio térmico.
En Marrakech bajé a unas calderas de una Hammam de un hotel. Todo era de piedra y por una pequeña ranura se introducía el serrín que lo cubría todo. Fui invitado por los trabajadores que nos cazaron curiosos por la calle. Estuvimos a punto de caer en una emboscada, pero el jefe de la cuadrilla llegó y parecía que no le gustaran esta forma de ingresos extra.
Aquí había sido de nuevo un viajero inculcado por un marroquí sobre sus costumbres, otra vez, sin guías de viaje, otra vez sin intermediarios, otra vez por el hecho de recibir del que da des-interesadamente. Y por lo visto el placer de dar y recibir era mutuo.