Volvíamos de algún estado del oeste de Venezuela cuando una larga cola (caravana) acabó con nuestros temas de conversación, incluyendo los referentes al tiempo, bajo unas nubes que amenazaban un buen palo de agua.
Después de Valencia teníamos que cruzar unos túneles que habían sido de peaje en los tiempos previos a la revolución. Nos preguntábamos que emisora local debíamos sintonizar para conocer el estado de la carretera. La conductora movía el sintonizador y escuchábamos emisoras de merengue y de chistes soeces. Justo el coche de enfrente llevaba pegado una pegatina de la emisora local. Radio la Victoria. A la derecha, otro triunfo de la revolución: el Tren del Socialismo, una línea férrea que espera su inauguración desde hace 20 años. Abajo, hoyos y hormigón armado esperando pinchar alguna rueda.
Como la única forma de volver a la capital era cruzar los túneles la única alternativa era esperar. Y que mejor forma cuando por la izquierda asoma las plantaciones de ron Santa Teresa. A rasparse y a esperar que pasara la cola.
El pueblo no dista mucho del otro 100% de pueblos venezolanos que visité. Habían casitas antiguas entremezcladas, pintadas de colores vivos y preciosos. Rodeadas de barracas (aquí conocidas como ranchos). Las primeras me recordaban las disputas de los Buendia en Macondo, las segundas que estaba viviendo en un país clasista.
Por supuesto, al pueblo no le faltaba su árbol centenario, rascando el cielo, pintado de blanco, para evitar la subida de las hormigas. Y por supuesto, habitado por cumuros y guacamallas. Todo lo demás eran las plantaciones, un reclamo turístico alejado del internacional, que se insolaba en los Roques y del nacional, que hacía lo mismo en Margarita, donde se desviven por llenar el carro de productos libres de impuestos.
Una hierba cortado a dos dedos del suelo sostenía la replica de cañones de los tiempos de Bolivar. Todo lo demás, desde el olor hasta los trabajadores era auténtico: latifundismo, oligarquía y descendientes de esclavos. Todo, era una novela y nada era real.
Comprar los tiques para la visita ya era un símbolo de la picardía que crece en este país. "Oye, que me has vendido dos tiques infantiles, y te he pagado de adultos". "Te han pillado", le decía la única trabajadora que parecía inocente debajo de tanto desorden. El truco era facturar los dos pases infantiles, llevar a la caja los 50 bolívares que estos costaban, y los 150 restantes divididos entre los bolsillos compinchados. "Perdón, me he confundido".
La chica bondadosa nos llevó a mi y a mi pareja en un pequeño carro motorizado. Parecía imposible que contara todo eso y mirara hacia otro lado cuando sus compañeros se llevaban botellas del almacén para casa. No pude resistirme a preguntar como ella no participaba en la picardía, y dijo que quería vivir tranquila con su consciencia, entonces, porque no denunciaba,... también entendía porque sus compañeros lo hacían y los entendía y por eso no les delataba.
Ahora viene la parte cultural del artículo. Igual que cualquier otra guía turística no se podía salir del guión, aunque se le notaba que tenía ganas de dar su opinión personal, después de andar tanto por la línea recta. Una versión dulcificada de la esclavitud, de amores entre lugarteniente y negras que daban generaciones de bellos mestizos, de sus cantos y la nostalgia de su país. Nunca hablaba de la sangre, la represión, la tortura,... aunque entre líneas se notaba que sabía que mentía y que no le gustaba.
Sentí que me pedía perdón cuando me miraba a los ojos. Acababa de hacernos pedir un deseo con nuestra mano en la cabeza. Se ve, que entre los campos de caña azúcar existen dos caminos principales, al interseccionar, si uno se toca la cabeza y pedía un deseo se iba a cumplir siempre y cuando no fuese un deseo material. No me imagino los esclavos pidiendo su libertad cada mañana antes de ir al fustigamiento. Pero si que me imagino el tedio de repetir eso delante de turistas que disfrutaban de esa broma mucho más que de las explicaciones más profundas que mostraban que se había preparado su trabajo a consciencia.
Luego vimos el lugar donde se transforma la caña de azúcar en melasa, en grandes alambiques, y posteriormente se rellenan antiguos barriles de wisky reaprovechados para envejecer el ron.
Luego vino la cata. 10 clases de rones, de los que me sorprendieron especialmente el de naranjas de Valencia (igual que en España, el área de los cítricos rodea la ciudad de Valencia), y otro Ron blanco. Intentábamos distinguir el ron joven del más viejo, con muy poco acierto.... "notan la madera? notan los toques frutales?"
De allí nos dirigimos a otra sección donde nos indicaban los distintos países donde se estaban exportando el ron Santa Terasa. Finalmente, nos dirigimos a los edificios más antiguos del recinto donde se podía respirar más que en ningún otro lugar los aires del colonialismo en la arquitectura. Se repasaban varios objetos centarios (una locura para América) y se exhibía el ron más viejo del mundo, en una barrica de unos 3 metros de diametro y 5 de alto. Finalmente, se mostraba una bodega especial donde grandes empresas o celebridades, como Schumaher, habían comprado un barril personal para madurarlo en la estancia.
El ron paga un impuesto especial, supranacional, conocido como el impuesto de los ángeles. Un porcentaje que se evapora año a año dentro de la barrica como parte inestimable del proceso, ineludible y aceptada. Y llena la estancia con una magia difícil de olvidar.
Después de Valencia teníamos que cruzar unos túneles que habían sido de peaje en los tiempos previos a la revolución. Nos preguntábamos que emisora local debíamos sintonizar para conocer el estado de la carretera. La conductora movía el sintonizador y escuchábamos emisoras de merengue y de chistes soeces. Justo el coche de enfrente llevaba pegado una pegatina de la emisora local. Radio la Victoria. A la derecha, otro triunfo de la revolución: el Tren del Socialismo, una línea férrea que espera su inauguración desde hace 20 años. Abajo, hoyos y hormigón armado esperando pinchar alguna rueda.
Como la única forma de volver a la capital era cruzar los túneles la única alternativa era esperar. Y que mejor forma cuando por la izquierda asoma las plantaciones de ron Santa Teresa. A rasparse y a esperar que pasara la cola.
El pueblo no dista mucho del otro 100% de pueblos venezolanos que visité. Habían casitas antiguas entremezcladas, pintadas de colores vivos y preciosos. Rodeadas de barracas (aquí conocidas como ranchos). Las primeras me recordaban las disputas de los Buendia en Macondo, las segundas que estaba viviendo en un país clasista.
Por supuesto, al pueblo no le faltaba su árbol centenario, rascando el cielo, pintado de blanco, para evitar la subida de las hormigas. Y por supuesto, habitado por cumuros y guacamallas. Todo lo demás eran las plantaciones, un reclamo turístico alejado del internacional, que se insolaba en los Roques y del nacional, que hacía lo mismo en Margarita, donde se desviven por llenar el carro de productos libres de impuestos.
Una hierba cortado a dos dedos del suelo sostenía la replica de cañones de los tiempos de Bolivar. Todo lo demás, desde el olor hasta los trabajadores era auténtico: latifundismo, oligarquía y descendientes de esclavos. Todo, era una novela y nada era real.
Comprar los tiques para la visita ya era un símbolo de la picardía que crece en este país. "Oye, que me has vendido dos tiques infantiles, y te he pagado de adultos". "Te han pillado", le decía la única trabajadora que parecía inocente debajo de tanto desorden. El truco era facturar los dos pases infantiles, llevar a la caja los 50 bolívares que estos costaban, y los 150 restantes divididos entre los bolsillos compinchados. "Perdón, me he confundido".
La chica bondadosa nos llevó a mi y a mi pareja en un pequeño carro motorizado. Parecía imposible que contara todo eso y mirara hacia otro lado cuando sus compañeros se llevaban botellas del almacén para casa. No pude resistirme a preguntar como ella no participaba en la picardía, y dijo que quería vivir tranquila con su consciencia, entonces, porque no denunciaba,... también entendía porque sus compañeros lo hacían y los entendía y por eso no les delataba.
Ahora viene la parte cultural del artículo. Igual que cualquier otra guía turística no se podía salir del guión, aunque se le notaba que tenía ganas de dar su opinión personal, después de andar tanto por la línea recta. Una versión dulcificada de la esclavitud, de amores entre lugarteniente y negras que daban generaciones de bellos mestizos, de sus cantos y la nostalgia de su país. Nunca hablaba de la sangre, la represión, la tortura,... aunque entre líneas se notaba que sabía que mentía y que no le gustaba.
Sentí que me pedía perdón cuando me miraba a los ojos. Acababa de hacernos pedir un deseo con nuestra mano en la cabeza. Se ve, que entre los campos de caña azúcar existen dos caminos principales, al interseccionar, si uno se toca la cabeza y pedía un deseo se iba a cumplir siempre y cuando no fuese un deseo material. No me imagino los esclavos pidiendo su libertad cada mañana antes de ir al fustigamiento. Pero si que me imagino el tedio de repetir eso delante de turistas que disfrutaban de esa broma mucho más que de las explicaciones más profundas que mostraban que se había preparado su trabajo a consciencia.
Luego vimos el lugar donde se transforma la caña de azúcar en melasa, en grandes alambiques, y posteriormente se rellenan antiguos barriles de wisky reaprovechados para envejecer el ron.
Luego vino la cata. 10 clases de rones, de los que me sorprendieron especialmente el de naranjas de Valencia (igual que en España, el área de los cítricos rodea la ciudad de Valencia), y otro Ron blanco. Intentábamos distinguir el ron joven del más viejo, con muy poco acierto.... "notan la madera? notan los toques frutales?"
De allí nos dirigimos a otra sección donde nos indicaban los distintos países donde se estaban exportando el ron Santa Terasa. Finalmente, nos dirigimos a los edificios más antiguos del recinto donde se podía respirar más que en ningún otro lugar los aires del colonialismo en la arquitectura. Se repasaban varios objetos centarios (una locura para América) y se exhibía el ron más viejo del mundo, en una barrica de unos 3 metros de diametro y 5 de alto. Finalmente, se mostraba una bodega especial donde grandes empresas o celebridades, como Schumaher, habían comprado un barril personal para madurarlo en la estancia.
El ron paga un impuesto especial, supranacional, conocido como el impuesto de los ángeles. Un porcentaje que se evapora año a año dentro de la barrica como parte inestimable del proceso, ineludible y aceptada. Y llena la estancia con una magia difícil de olvidar.