En cualquier viaje, llega un momento en que desearías despertar en tu cama, poner los pies sobre las cosas y empezar con tu rutina. Tus hábitos de desayuno, el ruino de la vecindad, las noticias y la asistencia a un trabajo al que dedicas 10 horas al día, y que te deja agotado pero realizado. Con el tiempo, aprendí que debo llevar encima para no sentir esa desesperación, cuando estar solo y cuando buscar compañía, hasta cuando vale la pena improvisar o trazar un plan, y dar su tiempo a cada acto cotidiano, aunque se transite a un lugar desconocido.
Esa primera noche, en la que había aparcado en la ladera norte del valle de la Vera, bajo unos montes de 2000 metros, desconocidos en mi geografía, leía con la puerta abierta mientras escuchaba el río, allí abajo. Decía que por allí, el hombre más poderoso que había existido hacia ese momento, después de dejarlo todo bien arreglado había decidido pasar sus últimos días a 20 km de allí. Carlos I, por no pisar la traidora ciudad de Plasencia se había hecho subir y bajar por cuatro portadores por esas montañas. Y en eso se acercaba un coche con dos pasajeras que me hicieron reaccionar algo brusco. Al fin y al cabo, siempre es mejor pasar desapercibido cuando se duerme en un coche. Ellas empezaron a fumar y se sintieron tan relajadas que decidieron besarse. Y yo me preguntaba, si aun existirán sitios done se hayan de esconder algunas formas de amar. La lectura es agradable pero es mejor apagar la luz y fundirse a negro. Ellas volverán a su rutina y volverá el tranquilo cantar de las ranas.
A la mañana y no muy temprano, antes de que abriesen los bares, empecé a subir por esa ladera que tenía un poco de ibera, romana, mora y judía hasta llegar a un salto de río sin nada ni nadie. No sabía cuanto tardaría en aparecer la Aloja, pero me quedé hipnotizado casi dos horas mientras el Sol iba ganando terreno y finalmente, irremediablemente llegó la humanidad y toco salir en un momento en que un sin fin de recuerdos, pensamientos y ideas habían transcurrido al mismo ritmo que la catarata.
Otros lugares del Norte me esperaban, lugares conocidos en las delicadezas del supermercado como el Pimentón de la Vera y las cerezas del Jerte, dulces, pero calientes, rojas y a raudales, en el suelo y en los cielos, tan imposibles de sintentizar su sabor. Pasaba de valle en valle por los altos, una hora o dos horas en cada uno, mirando la aguja del combustible y el otro ojo en las aves que volaban a ras de las carretera. En cualquier momento aparecía una catarata o un barranco abrupto, el valle y un campanario allí abajo. Las pozas de agua, fría, llena de los hijos que emigraron, sencillamente felices, y yo uno más, en el eterno de debate del quejarse del calor o meterse en el agua helada.
Y así es como había olvidado que haría al regresar a casa, donde dormiría, o que tendría que hacer al día siguiente, pero aún me equivocaba, aun había mucha Extremadura antes de volver a casa.
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