Más triste es ser ciego y vivir en Granada

Como si de un viaje astral se tratará vi el autobús de ALSA como salía puntual por la puerta de la estación. Aun siendo optimistas y contando cabezas y cabezones el autobús estaba medio vacío. De golpe la mochila pesaba mucho más y escudriñaba en toda mi cabeza las cien variables que podrían exculparme de mi error. Pero no había ninguna, debía asumir la paternidad.

Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, dime en el alma quien plantó esos olivos





Me dirigí al mostrador para pedir un cambio de billete sin penalización y desarrollando la retórica más imaginativa saqué un buen precio. Para hacer tiempo me paseé por la estación y encontré un hombre en huelga de hambre. Este empresario era víctima del chantaje gubernamental.

Una gran montaña de Aquarius vacíos era la prueba evidente del avanzado estado de su protesta. "Hasta cuando?¿", "Pues hasta que me escuchen","Y si no?¿","Pues hasta el final, y que los políticos vivan con su consciencia". Lo dejé medio metido en su tienda de campaña con la fuerte convicción en si mismo de quienes defienden la verdad y con el deseo que hoy siga vivo y sea victorioso en su último recurso.

Volví al hostel para hacer tiempo y allí se organizó una sesión de guitarreo espectacular. Ya de vuelta a la estación agarré el autobús que me llevó entre sueños y olivos hasta Granada.

Mis anfitriones en Granada
Si alguien me pregunta: "es Granada la ciudad más bonita del mundo?¿", contestaría que nadie en una vida es capaz de percibir toda la belleza y variedad de esta planeta y nunca será capaz de resolver esa pregunta con el total convencimiento de poseer la verdad, pero que hasta la fecha esta ciudad lo es.

El último rey musulmán lloraba su pérdida mientras su madre le recriminaba su poca hombría. Había perdido a su mujer, su rojo palacio y su hermosa capital. Cabizbajo recorría hacia el sur una ruta similar a la que la 700 años atrás había recorrido un victorioso al-Tariq y en la última curva desde donde se divisaba la ciudad suspiró. Volverían a un país donde se les consideraría extranjeros y hundirían a España en años de represión, colonialismo, supersticiones y oscuridad.

Dos estudiantes chipriotas que no llegaban a los 20 años me acogieron en su sofá y me hablaron de su cultura, de su país amurallado por playas y de crisis identitarias.

Al día siguiente empecé a escudriñar cada una de las esquinas de esta ciudad. Como este viaje está llegando a su final y ya he descrito muchos escenarios, encargo al lector el deber de vivir esta ciudad en primera persona. Voy a limitar a explicar dos anécdotas mágicas que fueron únicas, y que muy difícilmente se le repetirían a otra persona.

No se que pintas debía llevar cuando decidí llegar hasta la Alambra andando. Crucé un hotel con vistas gloriosas y talonarios abultados y giré hacia una urbanización donde una cuadrilla de albañiles reposaba la comida a la sombra de un diciembre caluroso. Para cualquier persona ese hubiese sido el camino incorrecto hacía el palacio nazarí, para mi fue un acto renovador de mi fe hacia la humanidad.

A la cuadrilla le pregunté como llegar a la Alambra y donde podía comprar un bocadillo. Los hombres me miraron y huvo un pequeño silencio. Yo guardaba mi arsenal de chistes del Eugeni y otros ases para resolver cualquier situación y vacilada que pudiera suceder. Empezaron a discutir sobre cual era el mejor camino mientras uno me ofrecía una manzana: "anda, sientate". La deboré, lo que probocó las risas de la camarilla, mientras otro me abría un trozo de pan para incrustar tanto embutido como cupiese. "Lo siento, no tenemos tomate", luego hubo Coca-Cola y fruta.

Fue espectacular, me hablaron de sus vidas y de como recogían autoestopistas cuando tenían que cruzar el país para trabajar. "Tu no tienes mucha pinta de hippie", me dijo uno. Fliparon cuando les conté que estaba renunciando a mis primeros meses como ingeniero para poder descubrir el mundo y  como yo también había juntado baldosas, preparado cemento, anivelando suelos,..." también soy del gremio".

No solo me quisieron invitar a un café, sinó que insistieron para compartir conmigo uno de sus grandes descubrimientos. Desde el puro deseo biológico, hasta el enamoramiento adolescente; los cuatro albañiles "admiraban" la camarera. "Además de guapa, es una guarra", me decían a la oreja. Todos me dieron sus galletas que acompañaban al café y pidieron a la camarera que me dieran más. Desde un asiento de la Alambra disfrutaba de las vistas comiendo pedazitos de chocolate y remorando lo sucedido como si se tratara de un recuerdo de infancia. ¡Cuanta gente se pierde estos momentos por la estupida obsesión de tenerlo todo planificado!

Pisando esta maravilla sentí la fuerza que ha inspirado a tantos músicos y artistas durante siglos desde Manuel de Falla hasta M.C.Escher y como aun hoy en día estas piedras garantizan la bohemia para esta ciudad. Y con la bohemia empieza mi segunda anécdota.

Granada. La banda del moco
Volvía a subir a pie una montaña, en este caso, el Sacramento, barrio de cuevas de gitanos y guitarras. A nivel de carreteras estaba plagado de restaurantes y tablos con menús y carteles políglotas. Un poco más arriba habían casas dignas, después empezaban chabolas y la cara oscura de la sociedad. Más arriba, una antena de televisión y una hermita custodiaban la ciudad. La alhambra se veía a lo lejos coronada por una colonia de hormigas-turistas.

Barracas y Alambra en lo alto del Sacromonte
Deseoso de volver por otro camino fui enrendandome colina arriba, colina abajo, hasta el punto que volver hacia atrás era tan absurdo como seguir hacia delante. Un hombre tomaba el Sol bajo los efectos de un narcótico y me armé de valor para cruzar a metros de él. Unas cuevas más y el ruido de una puerta que se cerraba me heló el alma. Lentamente encaré la situación calculando cual era la mejor salida. Pero tanto prejuicio rodó ladera abajo. El hombre que había abandonado la cueva era el gitano al que un día antes le había pagado por su arte con la guitarra con un euro y una frase: "ojalá algún día pueda tocar como tu".

De todas las personas que podrían haber salido de esa cueva, era él, y se acordaba de mi. Y me invitó a pasar con la promesa de no contar nunca lo que había dentro.

A él le iba a invitar yo a comer. Pero ese gitano francés tenía tanta dignidad que no quiso pedirse más que un café. "Yo como con lo que gano".

No quería dejar la ciudad. Y aun no se porque lo hice. Pero después de tres noches, cogí un autobús hacia Madrid, mi última parada. 

Mi amigo artista

Sierra Nevada y la Alambra


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