El día que llegué a Villafranca se encontraba en un estado gripal casi moribunda. Villafranca era como una mujer de 80 años con mucha nostalgia que se despedía de sus últimos vecinos.
Como describirla: una carretera divide el pueblo en dos. Por ella transcurren aún muchos coches y sobretodo camiones que están construyendo la autovía, la estocada final para el pueblo. Hay muchas casas derruidas, sobretodo en el margen izquierdo y un restaurante de carretera a la entrada. El hostal es un antiguo colegio con aire tétrico y nostálgico por donde se ven unos chopos muy melancólicos por la ventana y los techos son muy altos. Hay otro hostal, privado, restaurado de un convento, propiedad de una familia de odontólogos y no muy queridos por la comunidad. Todo esto me recordaba a Macondo, después del abandono de la compañía de frutas.
Los habitantes juegan a cartas en un bar todas las tardes, que también es una tienda, aunque más que tienda parece que se estés entrando en un almacén clandestino de estraperlo. Vi como un señor gordo y bien vestido se acercaba al propietario que rondaba los 80 años -He oído que esta vendiendo una propiedad. -Puede ser, pero a usted no se la vendo- Contestaba el viejo orgulloso. Daba igual, el viejo moriría, los hijos heredarían, renunciarían a las posesiones de un pueblo sin futuro ni presente y acabarían vendiéndole al hombre gordo y bien vestido las propiedades sin saber muy bien para que fin a un precio mucho menor.
Quien crea que en este pueblo no hay gente ejemplar se equivoca. Lo puedo comprobar en la cafetería de carretera que hay a la entrada si pregunta por Franco o por "el Catalán". Un hombre con aspecto de Joaquín Sabina cuya vida se merece un libro y quiero honrar desde aquí.
El albergue público está regentado por dos hermanas (biológicas) voluntarias que se van turnando cada dos semanas y que se enrabietan cuando hablan del albergue privado y del estado del pueblo "es que nos quieres tenernos a todos en las capitales de provincia, pero yo nací aquí y aquí moriré". Le comenté a la señora que el albergue me daba mucho respeto y me parecía un lugar misterioso. - Nada, aquí no ha pasado nunca nada, puedes estar tranquilo.
Cuando volví para cenar acababa de llegar un peregrino veterano alemán quien le dijo como pudo a la hospitalera "aquí pasar algo otra vez yo hacer camino, hombre morir en hostal", lo que ella contestó "No, fue un americano que le dio un infarto, pero fue en la puerta y eso es la calle, aquí no se ha muerto nadie".
Unos 40 días después, habiendo cruzado ya el estrecho dos veces y habiendo dormido en el desierto y haber hecho tantas cosas como para olvidar lo que fue mi vida anterior seguía recordando Villafranca. Y ella se acordaba de mi. Recorriendo Cádiz, en el cartel informativo de una iglesia, pude leer que el retablo allí presente había sido construido en Villafranca de Montes de Oca. A lo lejos, en el corazón de Castilla, oía exalar el último suspiro de una mujer que deseaba morir y que también fue joven y bella.
Como describirla: una carretera divide el pueblo en dos. Por ella transcurren aún muchos coches y sobretodo camiones que están construyendo la autovía, la estocada final para el pueblo. Hay muchas casas derruidas, sobretodo en el margen izquierdo y un restaurante de carretera a la entrada. El hostal es un antiguo colegio con aire tétrico y nostálgico por donde se ven unos chopos muy melancólicos por la ventana y los techos son muy altos. Hay otro hostal, privado, restaurado de un convento, propiedad de una familia de odontólogos y no muy queridos por la comunidad. Todo esto me recordaba a Macondo, después del abandono de la compañía de frutas.
Los habitantes juegan a cartas en un bar todas las tardes, que también es una tienda, aunque más que tienda parece que se estés entrando en un almacén clandestino de estraperlo. Vi como un señor gordo y bien vestido se acercaba al propietario que rondaba los 80 años -He oído que esta vendiendo una propiedad. -Puede ser, pero a usted no se la vendo- Contestaba el viejo orgulloso. Daba igual, el viejo moriría, los hijos heredarían, renunciarían a las posesiones de un pueblo sin futuro ni presente y acabarían vendiéndole al hombre gordo y bien vestido las propiedades sin saber muy bien para que fin a un precio mucho menor.
Quien crea que en este pueblo no hay gente ejemplar se equivoca. Lo puedo comprobar en la cafetería de carretera que hay a la entrada si pregunta por Franco o por "el Catalán". Un hombre con aspecto de Joaquín Sabina cuya vida se merece un libro y quiero honrar desde aquí.
El albergue público está regentado por dos hermanas (biológicas) voluntarias que se van turnando cada dos semanas y que se enrabietan cuando hablan del albergue privado y del estado del pueblo "es que nos quieres tenernos a todos en las capitales de provincia, pero yo nací aquí y aquí moriré". Le comenté a la señora que el albergue me daba mucho respeto y me parecía un lugar misterioso. - Nada, aquí no ha pasado nunca nada, puedes estar tranquilo.
Cuando volví para cenar acababa de llegar un peregrino veterano alemán quien le dijo como pudo a la hospitalera "aquí pasar algo otra vez yo hacer camino, hombre morir en hostal", lo que ella contestó "No, fue un americano que le dio un infarto, pero fue en la puerta y eso es la calle, aquí no se ha muerto nadie".
Unos 40 días después, habiendo cruzado ya el estrecho dos veces y habiendo dormido en el desierto y haber hecho tantas cosas como para olvidar lo que fue mi vida anterior seguía recordando Villafranca. Y ella se acordaba de mi. Recorriendo Cádiz, en el cartel informativo de una iglesia, pude leer que el retablo allí presente había sido construido en Villafranca de Montes de Oca. A lo lejos, en el corazón de Castilla, oía exalar el último suspiro de una mujer que deseaba morir y que también fue joven y bella.
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