Un dia por Medellín, Trujillo, Mérida sin pasaporte ni aviones

En lo alto de un anfiteatro de casi 2000 años, el viento de la noche giraba en el aire exactamente a las diez de la noche, en ese momento que en mitad del verano, y sin necesidad de lluvia, con el privilegio que conceden algunos ecosistemas altos y secos, la temperatura se volvió tan agradable como agradable es una tarde entre abril y julio.

El viento de la noche, que aun no cantaba bajo la noche estrellada, lo haría y reinventaría la ópera para recordarnos la muerte de un pueblo, en la tierra que los marginó y los exilió, de la diáspora judía. En ese gran taburete de piedra tosca y gastada, que había sido el respaldo rudo de una de mármol noble en una provincia apartada de un imperio legendario.

Sin numerar, el pueblo llano nos sentábamos en lo alto, allí donde la piedra erosionada daba cierto confort, o sobre las almohadas que los veteranos habían traído. Mientras se llamaba al público a tomar asiento, los vecinos y amigos se saludaban en los sillares del anfiteatro de Mérida.

Esa mañana, me había despertado cerca de Medellín. El pueblo que vio nacer a Hernán Cortés y que estaba tan vacío como vacío se había quedado cuando Hernán fue para América con alguno noble, pero sobretodo con los que no tenían que perder ni ninguna razón por la que quedarse. Algo agotadas las cigüeñas estaban ya de aguantar el verano, cada vez más costoso y portadoras de nanas entre África y el sur de Europa a la orilla de un Tajo ancho por el que cruzaba un puente de piedra que había visto partir a los hijos hacia América.

Por allí crucé para ir a Trujillo siguiendo la sombra del otro conquistador, Pizarro quien había llorado las frustaciones de la infancia en esas calles, en esa enorme plaza en cuyas escalinatas habían situado su estatua. Si no fuese por las migas, dudaría si me encuentro en alguna ciudad colonial de América. Pero no, allí en medio de Extremadura, aun con el recuerdo de los amigos que me pedían una justificación por encontrarme allí, observando en una sombra, cada uno de los detalles, de los balcones, de las puertas, de las cigueñas y del pasar pesadumbre de algún otro turista, curiosamente japonés o coreano que no tengo ni idea de como había acabado allí.

Ambos tratados como héroes, aunque tengamos el deber de revisar ahora que ya no hemos de sostener nuestro autoestima en épocas mejore,  ni en personajes de leyenda ni en santos y sus milagros dogmáticos. Y para revisar tendría que seguir viajando a otro hemisferio, con otras leyendas y a otra altitudes.


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