Estambul (III)

Explicado lo del iraní, y lo de las mujeres en el pavimento, retorno a la crónica del té en Taksim y de G. cuando empieza a desgranar una filosofía compleja que jamás pensé que fuera capaz de desarrollar. De una explicación doctoral sobre el sentido de la vida, la causa del optimismo y en cada una de sus sentencias, conllevaba sus expresiones turcas no verbales: el guiño de un ojo durante una confidencia, chuparse un dedo y escribir en el aire, como símbolo de veracidad o tocarse una oreja mientras lanza un beso para decir "tocar madera".

Vamos construyendo nuestro mundo a través de las terrazas de restaurantes que nos rodean a donde sea que fuésemos. "Ahí no entremos, este estaba en contra de la revuelta" y acabamos cenando bajo la sombra de la torre del Galata miestras bebemos el Yiran, una mezcla de yogurt, agua y sal.

Nuestros objetivos en la vida, y en este punto, no distan mucho, solo cambia el lugar y la generación, pero vamos tejiendo nuestras revoluciones a raíz de los respectivos golpes recibidos.

Ella se niega a que yo pague, lo que escandaliza al tabernero quién discute con G. Al acabar exijo una traducción. "El del restaurante dice que lo que has hecho está mal, que una vez en este barrio había una pareja que se iba a casar y que él dijo que no tenía dinero encima para invitar a la chica. Entonces, ella pagó la suma y acto después canceló la boda".

Vamos a bailar y le gorronea un cigarro a un pobre indigente quien le pide a cambio su teléfono para quedar en otra ocasión. Luego se acerca a mi para preguntarme de donde soy, pero antes pone su mejilla peluda para que la bese. G. me chilla, "hazlo!, aquí no lo puedes rechazar".

Nos metemos en el sótano de una discoteca donde huele a laca industrial. Esto es de "apachis", la palabra que usan en Estambul para los "canis", y salimos corriendo antes de encontrarnos a Guti.

En el mismo edificio hay un ascensor, sin puertas, por supuesto, que nos lleva al ático. Un cuarto piso donde alguien toca un rocanrol en la Plaza del Pueblo, luego vendrán el partisano y algunos temas poco conocidos de Manu Chao, nosotros, nos descalzamos como ya hicimos en las fiestas de Barcelona y hacemos un agujero en la pista de baile repleta de anglosajones idiotas.

Nos encontramos un hombre peculiar, unos 50 años, pinta de científico loco con americana y pelo de estropajo canoso, es el rey de la pista y a la vez dentro de mi imaginación, el astrónomo turco del cuento del Principito, que descubrió el pequeño asteroide y al que nadie tuvo en cuenta por vestir diferente a los demás hombres adultos. Ahora, con su americana, celebraba como la comunidad de astrofísicos mundial aplaudía su descubrimiento. Yo intentaba arrancarle un pelo, para comprobar que todo era normal.

Dejamos el bar cuando a G. le pillaron fumando un cigarro por debajo de la mesa. Empapados la acompañé hasta la estación de Dolmuç mientras me explicaba como volver a casa.

El conductor decidió acabar mi noche arrancando de impreviso con medio cuerpo dentro de su transporte. Reaccioné a tiempo y todo había pasado: Taksim, nuestros sueños esfumándose entro los minaretes, la cena bajo la torre, el vagabundo besucón, el científico loco... y me encontraba, a mis 27 años de edad siguiendo con mis ojos una musa en una furgoneta. Al volver a la realidad estaba solo en medio de Estambul en una calle repleta de transexuales.

La vuelta a casa fue rápida, me dormí y antes de darme cuenta los minaretes llamaban al primer rezo de la mañana.

Al día siguiente tocaba ser un turista más en Agia Sofia, como una gota más en el océano. "Do you want a tour guide?", me decía un guía que se llamaba Erdogan. "No, no, yo no soy familiar del presidente, mi amigo" y me hacía el popular signo italiano de la figa juntando sus dedos hacia arriba, lo que en Turquía es señal de aprobación. Pronto llegó llegó Gizem con su misteriosa personalidad y nos metimos a empujones en la Mezquita Azul, hasta donde pudimos ya que los que estaban fuera querían ser los primeros en querer entrar. Los que salían, musulmanes corriendo a sus casas a retomar la rutina de sus comidas. Los que entraban, turistas que no veían más que piedras y azulejos y la desagradable imagen de mujeres blancas sentadas en las fuentes de la ablución, limpiándose los pies y las caras con fines puramente refrescantes.

Aburridos de Europa cogimos un boto hacia Ásia. Apretujados en el embarcadero G. me pedía que vigilara mis pertinencias. Al calor se le sumaba el roce a las pieles sudadas de la gran cantidad de turcos que se apresuraban a coger el barco. Abrieron las puertas y una horda otomana lo tomó de la forma menos educada. G. se reía "Bienvenido a Estambul". La escena era tan cotidiana que los niños ni siquiera lloraban.

El otro lado tiene un ambiente menos cargado y funcional. "¿Ves ese edificio de allí?" Era algo histórico, de todos, se quemó y ahora va a ser un hotel".

Me llevó directa a un jardín de té donde se juntaban los intelectuales de izquierdas, algo que hecho de menos en mi Barcelona, algo mucho menos elitista que el Ateneu Barcelonés, o más funcional que alguna nave ocupada por argentinos del Poble Nou.

En una mesa, tras un Mac, dos "revolucionarios" debatían el formato de un panfleto. Las mujeres argumentaban con los mismos derechos y respeto que sus camaradas barones. Estaba en una especie de asamblea y tenía ganas de votar, solo de levantar el brazo, en el momento de la asamblea más reñido, para provocar un empate y la continua ida y venida de argumentos en esa lengua ininteligible que no era más que música, de una de las revoluciones románticas que hubieron al principio del siglo XXI.

Quizás en una de esas mesas había surgido la idea de "renombrar" alguna de las calles con el nombre de los cinco muertos de Taksim.

En un embarcadero me despedí de una forma intercontinental. Un abrazo, tras un decorado de película, un atardecer capaz de hacer callar a los turistas más exhibicionistas. Y otra vez, la  inevitable sensación de que hay que seguir hacia adelante.

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