Baixant per la Font del Gat

El avión que tomé durante el verano de 2013 para cruzar el Mediterráneo salió tarde y mi cabeza empezó a recordar lo que había sucedido durante la última noche en Barcelona.

El avión, que surca la mar en línea recta desde hace tan solo 100 años, es considerado por casi todos los turistas como la mejor alternativa para llegar a Estambul, basándose en los criterios más valorados en el siglo XXI: tiempo, coste y seguridad.

Así se demuestra: El tiempo es tan importante que una sola hora de retraso impacienta a la mayoría de usuarios. El precio es mucho más reducido que la quincena de autobuses y trenes que habría de haber tomado y finalmente la seguridad se da por garantizada, sin tener en cuenta que un volcán islandés se encabrone o que un conflicto internacional puede clausurar el espacio aéreo en oriente medio justo el día antes de que se acaben las vacaciones. Por supuesto, a nadie le importa el impacto ecológico del queroseno o el ruido de sus panzas al volar sobre el Prat cada vez que expresamente voy a comer las patatas del bar Cervantes. 

Podría haber aprovechado un vuelo de aves migratorias para levantar el dedo en la Jonquera y subirme al Ibiza del enésimo español con estudios que pira hacia Alemania con la esperanza de encontrar un trabajo que le realice. Una vez llegase a Baviera tendría que volver que levantar el dedo y esperar que otra corriente migratoria, la de los turcos que han enriquecido Alemania des de los años 70, fueran a visitar a sus familias campesinas de la Anatolia en su Audi repleto de productos Apple.

Pero el avión, que me va a ahorrar 5 días de incierto autoestop, o los 300 euros en autobuses, o que me va a garantizar que no voy a descarrilar a 200km/h sale tarde y ninguna de las azafatas de culito respingón quiere dar explicaciones. Unos, porque van a perder la conexión, otros, porque no pueden estirar las piernas, algunos, porque tienen hambre o pipi y casi todos, porque han vivido la paranoia del terrorismo se lanzan a la carrera cuando el piloto nos pide que saquemos nuestros billetes de embarque. Entonces, todo el mundo quiere ser el menos sospechoso, más legal que su vecino, pasear por el pasillo para estirar las piernas o dar empujones hasta llegar al retrete.

Las azafatas estrellan sus nalgas robustas en codos y caras por el estrecho pasillo. Pronto podremos comprar sus perfumes, sus menús y su whisky en sobrecitos. Pero en esta compañía nadie sonríe y la única que me dedica una sonrisa de forma natural supera por los pelos los treinta. Pelos que a mi me faltan en la cabeza y hacen brotar una pequeña crisis de edad justo en el momento que me vuelve a sonreír sin ningún producto que vender.

Revisada la legalidad de cada pasajero uno a uno y pasadas las nalgas mágicas por todas las caras del pasillo, el ambiente se calma sin que nadie suba o baje del avión. Solo son parejas y familias numerosas, y sin merecérmelo me han sentado en medio de una de libaneses hiperactivos, los cuales tienen una afición olímpica por saltarse cualquiera de los ordenes establecidos a empujones, lo que en español peninsular se conoce como colarse. Hay algún australiano, de esos que los hay a patadas por todos lados, excepto en Australia. Y nostalgia de mi primer viaje a los Balcanes, en un vuelo con dirección a Belgrado medio vacío en una compañía que ya quebró, entonces, todos, o casi todos eramos voluntarios o brigadistas.

Años atrás encontré un peruano en un vuelo a Venezuela con el que pude hablar durante 5 horas de los mismos temas cíclicamente. A él le gustaba más que a mi exagerar cada experiencia tras cada vuelta al tablero. Finalmente le pedí que no se alejara mucho en la aduana y que en caso de dificultad dijese que era mi padre. El mestizo peruano tardó en reaccionar, mucho más que la aprendiz de piloto panameña y las cinco cabezas a la redonda que habíamos entretenido durante 5 horas sin saberlo nosotros.

Otro recuerdo que me viene siempre a la cabeza cuando cruzo alguna frontera en solitario es el del policía corrupto búlgaro. Él pensaba que podía aprovecharse de la situación puesto que entre el día que me retrate para el pasaporte y el presente había perdido una cantidad indecente de pelo. "You are not this guy". Quiso hacerme pasar miedo haber si caía algo de dinero "Me da igual, dame el pasaporte, ya no quiero entrar en su país". El tío se sorprendió y me lo devolvió. "Vale chico, todo correcto, puedes entrar". Le contesté que no quería visitar un país con gente como él y me di la vuelta.

Pero los policías de los aeropuertos son diferentes. Mientras me miraba el pasaporte me di cuenta que había hecho la cola en la casilla de los ciudadanos turcos. Me miró a mi y a la foto unas 3 o 4 veces hasta que preguntó. "Barcha o Madrid?", "Barcha",y me respondió, "Barcha is the best" mientras lo sellaba sin importarle el contenido de mi maleta, mi presupuesto o donde iba a dormir, ni siquiera que había hecho la cola reservada a los ciudadanos turcos. Al otro lado de la sala una familia hiperactiva de libaneses adictos a colarse esperaba delante de una policía la cual no sentía ninguna debilidad por el vestido escotado de la madre.

Me hubiese gustado decirles que la noche antes de partir fue sencilla. Pero no fue así. Más atacado por el miedo que los nervios y el calor no podía pegar ojo. Miraba el mapa y recortaba los objetivos... "esto va a ser muy complicado", "ves a lo seguro....", además de preguntarme cual era el mejor sitio para guardar una navaja. También envié algunas notas a antiguas amistades perdidas; en caso de defunción prefería que tuvieran un buen recuerdo, algún motivo para mitificar al muerto. Pero todos esos pensamientos debían ser ventilados, no podían viajar conmigo, no debían instalarse en la mochila, no era bueno subir al avión con algo de pesimismo. Así que fui a abandonar los miedos a Montjuic sin tener ni idea lo que las musas habían preparado para mi.

Las fuentes mágicas tienen un encanto especial pasada la media noche, justo antes de que los servicios de limpieza recojan los papeles de aluminio que los turistas han utilizado para recubrir sus cenas. Siempre quedan algunas parejas, de esas que se quieren desde hace mucho tiempo. Al subir por las escaleras uno tiene una sensación especial de agradecimiento hacia la ciudad. Sabes perfectamente lo que hay arriba, un palacio noucentista y unas vistas maravillosas, algo de un tiempo no vivido del que ya muy pocos quedan.

Algún día seré como uno de esos supervivientes. Alguien seguirá subiendo la montaña y encontrará un estadio olímpico. Entonces, si Dios quiere, seré uno de los pocos supervivientes que vieron encenderse el pebetero una noche de verano. Pasará la 25 efeméride, la 50 y si mi apetito por los platos cargados de colesterol lo permite, la 75, lo que significan casi 20 juegos de diferencia. Algún día una familia se abrazará y llorará, de alguna o otra forma, como tantas familias barceloninas hicieron la noche en que se apagó la llama.

Ese año, el 92, la guerra fría estaba acabando y Fidel Castro y Bill Clinton podían compartir un habano. El olimpismo no era el escaparate de las superpotencias y el todo vale, sino puro juego limpio y el hombre compitiendo contra el hombre de las demás generaciones y el creacionismo.

Bajando por la Font del Gat escuché que dos chicas me chillaban. Bebían cerveza y creía que se trataba de turistas que gorroneaban tabaco. Les contesté en francés y me dijeron que no tenían ni puta idea de nada que no fuese español. "Es que venimos de un pueblo llamado Sant Eusebi de les Palleroles y hemos venido a la ciudad, a pasar la noche, a ver que sucede, en nuestro pueblo no hay nada que hacer".

Creo que en este caso debo mantener el anonimato de estas dos chicas. Por eso, si usted busca en Google el pueblo de Sant Eusebi de les Palleroles no lo va a encontrar. Este es el nombre de un municipio que nos inventamos unos amigos hace tiempo para reírnos de la gente cuando íbamos de fiesta por Barcelona. El pueblo de donde procedían estas chicas tiene otro nombre, y lo más sorprendente, es el mismo en el que me tocó crecer.

No se lo creían, pero si no has vivido en un sitio no tienes ni idea de como se llama el borracho del pueblo, ni tampoco es posible enlazar los nodos sociales que nos separan. Yo las entendía totalmente "Cuando tenía vuestra edad hacía lo mismo". Les conté los sitios donde había estado y algo de lo que había hecho durante los diez años que nos separaban. Pude notar en ellas un pesimismo de extrarradio muy parecido al pesimismo de la gente con la que me tocó madurar. Realmente son una generación con mucho talento que nació cuando no tocaba.

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