El salto del gitano

Hay sitios que no llegaríamos ni siquiera por Internet, sitios que desconocemos porque no nos inundan con anuncios ni fotografías de amigos ni de conocidos que tenemos como amigos en redes sociales. Lugares que no quedan cerca de nada y nunca se escucha pero que conocía por ser parte de mis raíces y por ser narrado por la pasión de quien ha ido de un sitio a otro hasta saber que algo era insuperable, que era la misma perfección.

Y de tanto haberlo escuchado y de nunca haber ido, a pesar de haber visto mundo y estar en la mitad de la treintena. De tanto esperar y ver como el asfalto iba siendo cada vez más testimonial, la presencia del hombre más escasa y sus restos más residuales fui entendiendo que de algún momento a otro sería engullido por los alcornoques y de alguna forma pasaría a ser pasto de la nube de buitres como un destino nítido y natural. Esa espera y esas leyendas hizo de mi transición hacia otro mundo en que la naturaleza volvía a ser ella y el hombre solo velaba por su equilibrio, cuando me dirigía al corazón de Monfrague.

Para ello había conseguido alquilar una piragua y junto a un grupo y a los guías nos metimos en el río para ver en las islas de los meandros las anidaciones y muy a lo lejos la entrada al cañón. Quizás el sitio no fue lo que más me sorprendió ni esa agua turbia y cálida en la que nos bañábamos, sino los integrantes de esa expedición y que consistía en una familia media y típica de la España castiza, luego un padre y un hijo gallegos y el guía que se trajo a una amiga de Badajoz. Era si que la familia hizo sus cosas de familia allí en su mundo, los gallegos jugaban a ser Milhouse Van Houten y su padre siendo tan plastas como esa gente que se te engancha para hablar de fútbol y de que lo del Barça es una racha y el Madrid se volverá a imponer y de que es una pena que Cristiano se haya ido para no pagar impuestos, y el guía a lo suyo, con su amiga tumbada en la canoa mirando las nubes, y hablando de que paises irán a visitar cuando llegue el frío. Más adelante, bañándonos en el agua se repetirá la escena en cada uno de los roles y el guía recalcará que esa es su oficina, por la mañana a buscar nidos y por la tarde a bañarse al río cada día del verano.

En algún momento de mis veinte años soñé en ser es guía nómada en invierno y epicúrista en verano. Y en algún momento se desvió hacía una tendencia mucho más natural como la de la familia que hace cosas de familia o como la del plasta que quiere intimar hablando de fútbol. Y ese momento y esa reflexión fue lo que me enseñó Extremadura.

Le pregunté al guía donde podría ver la cigüeña negra y me describió una pared que se encontraba a 3 km, casi palmo a palmo, los recobecos, los salientes y los matojos que debía seguir para encontrar el nido, con sus poyuelos y la madre a un metro secando sus plumas al Sol. Me despedí y el sintió la admiración y la envidia. Más arriba, en el último atardecer del viaje, en lo alto del castillo recordé las siestas que alguien me había contado que se había hecho durante su mili en Cáceres. Y entre medias unas montañas por la que pastaban tranquilas familias de ciervos a centenares.

Madrugué para cruzar la M-40 a una hora relajada y un poco más allá en Medinacelli recogí a una autoestopista canaria de 24 años que hizo mi viaje más ameno. "Sabes, Dani, el tema del autoestop y el vivir en comunas se me está haciendo cada vez más complicado, y sobretodo la recolección de la vendimia, cada vez me duele más la espalda" y tras una pausa de arrepentimiento "Dani, debería haber estudiado", y mi respuesta fue clara y concisa "Yo creo que no, has hecho bien".


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